Gárgolas insomnes

Diciembre 29 de 2009

Juchitán y el agente interno

(Cuarta parte)

La crisis causada por Víctor Moro en la época de Tobi ne Tobi tiene dos precedentes personales. A finales de 1990 regresé a Juchitán sin saber en dónde me alojaría. Saúl Vicente, secretario municipal entonces, me había dicho por teléfono: "Ven con el hígado preparado y no te preocupes por el alojamiento ni por la comida; es más, ni siquiera por el chupe". Las dos veces anteriores, que fueron las primeras, me recibieron en casa de Héctor Sánchez y su familia sin conocerme, con la única referencia de que era reportero del periódico 6 de Julio, enviado por cuenta propia. La hospitalidad que me brindaron es algo que agradeceré siempre, aunque llegó a un límite perceptible: además de que parecían estar ya hasta la madre de mí, Héctor Sánchez comenzó a decepcionarme cuando recibió a Carlos Salinas en un acto que legitimaba su reciente usurpación. El PRD y la COCEI tuvieron, a partir de allí, el primer distanciamiento antes de que su alianza cumpliera un año.

La tercera vez, llegué al palacio municipal con el equipaje a cuestas, que mis anfitriones guardaron en un cubículo para que nos fuéramos a emborrachar sin más trámites, aprovechando que era hora de comer. En el camino a la cantina, Saúl Vicente le preguntó a Mauricio N. (desde ahora Mao) si podía alojarme en su casa y él respondió que sí. Una vez resuelto el alojamiento, Feliciano Marín ofreció invitarme las comidas y las fiestas de navidad y año nuevo. Todo era amistad floreciente y, salvo por una indiscreción mía en las "cartas al director" de la revista Proceso, falta de tacto por la que me costó mucho tiempo y esfuerzo recuperar la confianza de la COCEI y especialmente la elite dirigente y gobernante a la que se redujo, mi relación con Juchitán era idílica. Mientras yo vivía ese idilio y me dejaba querer y agasajar, regresó Víctor Moro a Juchitán, supongo que a pasar las navidades con su familia, pero no sin añadir a la tradición de temporada una costumbre suya: consumir cocaína, marihuana y alcohol en grandes cantidades y salir a la calle, armado hasta los dientes, a causar pánico; disparaba desde algún vehículo en movimiento con una pistola escuadra de alto calibre o un cuerno de chivo y nadie hacía nada al respecto, además de esconderse, porque gozaba de absoluta impunidad; aunque lo habían detenido varias veces, las policías judicial y preventiva, en los hechos, más bien lo protegían. Otra costumbre suya era regresar a Juchitán luego de haber asesinado a alguien en otro lugar del país, como ocurrió en un "mercado sobre ruedas" del Distrito Federal, por mencionar un solo caso. Quizá por la tendencia juchiteca a mitificar, se decía que era "experto en artes marciales"; seguramente, había propinado a más de una persona rotundas y severas golpizas con fuerza y habilidad asombrosas. Lo cierto es que trabajó en su momento para la Dirección Federal de Seguridad y, al desaparecer esa corporación, siguió haciendo tareas de inteligencia militar. Fue miembro de la Interpol en México y agente de la Policía Judicial Federal. Según dirigentes de la COCEI que me informaban of the record, hacía "trabajos especiales" para la policía política secreta, integrada por oficiales del ejército federal, pero dirigida por la Secretaría de Gobernación, a saber, asesinatos y secuestros planificados en alguna oficina conjunta o de "operaciones mixtas" entre Gobernación, Defensa Nacional y PGR.

La Noche Buena de aquel año fue memorable: esperé mucho tiempo, quizás horas, en el pasillo del palacio municipal a que Feliciano, como tesorero, terminara de pagar a los empleados del ayuntamiento para que fuéramos a cenar, hasta que le pregunté desesperado con un mensaje escrito si yo podía ayudarlo en algo; un empleado salió de la oficina después de cobrar y me dijo: "Que pases". Entré y Feliciano me dijo a su vez: "Ayúdame por favor con estos taquitos", así que cenamos allí mismo. Luego ayudé a pagar y observé cómo la policía municipal, sin excepción, rezongaba por la miseria que Feliciano le pagaba (más bien le pagábamos). Uno de los uniformados informó a Feliciano que Víctor Moro estaba dando vueltas en su carro y disparando a las casas; entonces Feliciano llamó a Héctor Sánchez y comunicó "el parte policiaco".

Al terminar de pagar, salimos del palacio municipal a mitad de la noche y abordamos el coche de Feliciano. "Mira -dijo él-, ese que va allí es Víctor Moro". Caminaba de espaldas a nosotros, tambaleándose rumbo a la salida del estacionamiento, en compañía de su madre que, sin no mal recuerdo, lo tomaba del brazo para que guardara el equilibrio. "Voy a tomarle una foto", dije, y saqué la cámara que llevaba. "¡Ni se te ocurra!", me detuvo Feliciano, oponiendo su mano a mi impulso. "Como es de noche, dispararías el flash y alertarías al cabrón, que es capaz de agarrarnos a balazos; es un demente y está narcotizado". No obstante, registré mentalmente una imagen imborrable: Era un tipo alto y corpulento, de espaldas anchas y grandes tríceps que llenaban la camisa de manga larga. No parecía un "experto en artes marciales", sino un pesista con algo de sobrepeso. La mamá era una vieja gorda y chaparra, con un globo imaginario sobre su cabeza que decía: "Ya hiciste mucho por hoy, mijo; vamos a la casa para que cenes y descanses; mañana será otro día y, si todavía tienes ganas, le sigues dando tupido, macizo y duro, pero hoy ya no; mira nomás cómo vienes; te pueden hacer un daño"...

Feliciano llegó a ser el mejor de mis amigos en Juchitán; era un bohemio, que tocaba la guitarra y cantaba envidiablemente, además de componer, tanto en español como en diidxazá, aunque no de manera profesional. Como tesorero, sin embargo, sufrió una paulatina transformación que, al comenzar el trienio siguiente, era ya una metamorfosis kafkiana; en el ayuntamiento de Héctor Sánchez, pasó de la amistad que habíamos cultivado a la enemistad velada; en el de Óscar Cruz, como secretario municipal, saltó a la franca inquina y al abierto encono. Cuando regresé en mayo de 1993, hice intentos ingenuos de recuperar nuestra amistad, pero él ya era otro y terminó dejándome clarísimo que, en todo caso, éramos enemigos. Había cambiado su encantadora sonrisa, que inspiraba confianza y provocaba suspiros femeninos, por un gesto de ogro, y su juvenil melena, lacia y larga, por un cabello untado con gel, como capo de mafia siciliana, hasta que empezó a quedarse calvo y sus paisanos lo habían rebautizado como Geliciano. Al ocurrir la crisis, Polín asumió una intermediación conciliadora y le dijo lo mismo que a Óscar Cruz tres años antes: "No nos conviene tener a Iván como enemigo; si nos pide información, hay que dársela". Y lo convenció. Años después, con menos cabello, Feliciano volvió a ser el de antes; quizá finalmente aceptó que lo suyo era el arte musical y poético, no la política o administración pública (burocracia), si acaso el activismo, y se fue de Juchitán a emprender una vida nueva en Cuba.

Mao, por su parte, era subcomandante de la policía municipal en la época de Tobi ne Tobi... Una noche, yo escuchaba en Ra Bacheeza el programa de radio que producían la Regiduría de Cultura, la Casa de la Cultura y Tobi ne Tobi. Mavis me había dado varias emisiones grabadas para que le diera mi opinión a cambio, como había hecho Deyo con Tobi ne Tobi, porque el programa iba de mal en peor y ella sentía que lo dejaban morir. En eso estaba yo, cuando entró corriendo un pobre diablo perseguido por un grupo de madreadores; al verlos entrar, el perseguido se metió hasta la cocina, en donde los otros le dieron alcance y comenzaron a golpearlo; al escuchar los gritos de las cocineras y meseras, me levanté y corrí a la cocina, de donde los malandros habían sacado al pobre diablo y lo seguían golpeando; la esposa del jefe Deyo (embarazada, por cierto) los enfrentó de tal modo que, por un momento, presentí que la golpearían también a ella, así que me interpuse a riesgo de ser yo quien terminara madreado; les dije que ese no era lugar para golpear a nadie, que dirimieran sus broncas en la calle, y eso hicieron, pero al salir se llevaron mi grabadora reportera y los casetes (creo que eran quince o contenían quince emisiones y eran ocho); me robaron algo más que no logro recordar y, cuando me di cuenta, salí corriendo tras ellos y los vi entrar al callejón contiguo, una guarida perfecta por estar completamente oscuro de noche, aunque fuera céntrico.

Llamamos entonces a la policía municipal y Mao le contestó a la esposa del jefe Deyo que no tenía "tiempo para atender tonterías"; ella tronó contra Mao y él colgó el teléfono, la dejó hablando sola o más bien gritando; nos apersonamos en la comandancia y, una vez allí, Mao siguió burlándose de ella con su calma chicha y preguntas estúpidas, hasta que troné yo también; le pregunté qué hacía, le dije que el asunto no era para tomarlo con tanta calma y que estaba dándoles tiempo a los ladrones... etcétera. Finalmente, fui con la policía a la vecindad oscura y encontré a los ladrones. "Estos son", le dije a la policía, que había ido para no hacer nada; exigí que los detuviera, pero no quiso; comenzó a juntarse una turba de gente gritona y la policía me dijo que mejor nos fuéramos de allí; le contesté que no y, envalentonados por la turba que no dejaba de crecer a su favor, los ladrones emprendieron un ataque de gritos amenazantes. "Esto se está poniendo muy feo", me dijo el que parecía encabezar a la policía; "mejor vámonos de aquí ya". Salí con la policía doblemente encabronado por su cobardía y por la impunidad en que dejábamos a esa gente.

Para sorpresa y decepción mías, Deyo no supo solidarizarse con nosotros; hizo como si tuviera por esposa a una loca iracunda y como si yo fuera un buscabullas imprudente. Confieso que ella nunca me cayó bien y sentía que yo tampoco le caía bien, pero nos respetábamos y aquel incidente nos acercó; un día llegó antes que Deyo a Ra Bacheeza y me dijo que rondaba en su mente la idea de abandonarlo; sospecho que luego se arrepintió de confiarme lo que pensaba. Por lo visto, Deyo tenía vocación para que sus esposas, las mamás de sus hijos, pasaran del amor al odio; la esposa anterior había contratado al mafioso Dorantes Morteo, defensor "legal" de narcotraficantes, para que gestionara un divorcio que arruinara a Deyo de por vida.

Por mi parte y por supuesto, no podía dejar así las cosas y empecé por encarar a Mao con un airado reclamo y después lo presioné apersonándome todas las noches en la comandancia y llamando por teléfono diario; hasta que una mañana llamó Jorge Magariño a Ra Bacheeza para decirme que habían detenido a un grupo de ladrones y que, si yo quería, podía ir en ese momento a identificarlos; fui y los identifiqué; eran los que habían irrumpido en Ra Bacheeza, pero confundí a uno de ellos y lo hice mi enemigo... uno más, que era peón del mafioso Dorantes. Los otros salieron de allí a pasear su impunidad.

A diferencia del jefe Deyo, Carlos Sánchez aceptó asesorarme para que la bandita de agresores y rateros terminara en la cárcel, aunque la policía municipal fuera su cómplice. Ahora creo que, si Carlos Sánchez no era el dirigente más honesto de la COCEI, era el único honesto y por eso está muerto.

El asunto se alargó demasiado y lo publiqué en Tobi ne Tobi con un texto que fue criticado por todos (vaya, hasta por mí), a excepción de Guadalupe Ríos, que lo celebró, quizás hipócritamente. Feliciano, en cambio, enfureció con mi relato, en el que también quedaba mal parado, y me prohibió volver a usar el fax de la presidencia municipal. Ese berrinche, al parecer intrascendente, coincidió con que Pablo Gómez asumió temporalmente la dirección de Motivos que hasta entonces había sido solo nominal y su asunción se dejó sentir al dejar de aceptar llamadas por cobrar; entonces llamé con cargo a mi cuenta y le envié un mensaje: "Díganle que debe aceptar mis llamadas por cobrar, que soy corresponsal; explíquenle eso; denle una lección elemental de periodismo básico, aunque siga siendo un diletante, ignorante y soberbio".

Esos son los dos precedentes personales de la crisis causada por Víctor Moro durante los que serían mis últimos días en Juchitán y también los últimos de Tobi ne Tobi y el chacal.

(Continuará...)

[] Iván Rincón 3:40 AM

Diciembre 27 de 2009

Juchitán y el agente interno

(Tercera parte)

Un día llegó cierto pintor a la Casa de la Cultura y esparció: "¡Iván Rincón está investigando a la Rata Picuda! ¡Ha hecho peguntas hasta en la Séptima Sección!" Entonces Mavis, atractiva, eficiente y vivaz secretaria de la institución fundada por Francisco Toledo en Juchitán, se apersonó en el anexo del palacio municipal, donde yo trabajaba, y me pidió que, "por favor, por lo que más quieras", hiciera esa investigación en secreto; de otro modo, corría peligro mi vida, según ella. "¿Quién fue?", le pregunté. "Un pendejo -contestó Mavis-, el más pendejo que imagines, ese fue".

La Rata Picuda era un tabú, tanto que no existía información pública al respecto, aunque se tratara de un fenómeno social preocupante, inclusive alarmante, sin temor a exagerar o caer en el amarillismo... a menos que fuera un mito. La Rata Picuda era una banda criminal formada por un indeterminado número de niños (entre cincuenta y cien, o sea, sin cuenta), armados con pistolas, cuchillos y demás. Alguien estaba detrás, cabe suponer; alguien los había organizado y armado, así hubiera algo de gestación espontánea; alguien evitaba que la policía y esa horda infantil coincidieran en alguna parte; alguien operaba desde el poder para que los temibles niños actuaran impunemente al amparo de las sombras y en zonas tan marginales como la Séptima Sección y Cheguigo, casi periféricas. La Octava Sección o Cheguigo, por ejemplo, no está físicamente lejos del centro, al menos la entrada, pero hay que atravesar el Río de los Perros por un puente para llegar a su inmenso laberinto, entonces de terracería, con calles en penumbra de noche y oscuros pasadizos entre las casas; eso lo hace periférico (yo había pasado allí dos semanas, dos años antes, y una vez me asaltaron). La Séptima Sección, en cambio, dista mucho del centro, pero sus calles también eran terrosas y tenían escaso alumbrado público. La obsesión compulsiva y compulsión frenética de Héctor Sánchez por cubrir Juchitán de cemento y pavimento, arrasando con cientos de árboles, no alcanzó a esas zonas, alejadas incluso de la voluntad divina o dejadas más bien a su libre arbitrio o arbitrariedad. Natalia Toledo vivía en el Distrito Federal, específicamente en la colonia Condesa, pero es juchiteca, específicamente de la Séptima Sección, y me contaba que, durante sus estancias en tierra materna y paterna, salía de día con un monedero que, al regresar de noche, arrojaba inmediatamente a un lado de la calle al advertir la presencia de alguien en la oscuridad y después regresaba a recogerlo, o salía nomás con un pequeño bolso "como toque femenino", pero sin dinero... al cabo nunca faltaba quien pagara por ella. Cuando fui en la época de Tobi ne Tobi a esa colonia, en cuanto bajé del taxi a plena luz del día (festivo o domingo), salió de su casa una cocinera de Ra Bacheeza para prevenirme: "¿Qué haces aquí? ¡Te van a matar!" Absurdo alarmismo el suyo, como suele ser cualquier alarmismo. Si tanto miedo tienen, ¿por qué viven allí? -se preguntaba mi otro yo, aunque la inteligencia debía leer al revés esas reacciones histéricas y paranoicas, al menos en apariencia: por vivir allí conocían el peligro, vivían en peligro y con miedo; quizás el peligro, más que para ellos, era para mí; quizá cometía indiscreciones en mis excesos etílicos y, alguna vez o más de una, divulgué mi plan de acompañar a la policía municipal en sus rondas nocturnas por Cheguigo y la Séptima Sección, si acaso las hacía.

Cierta noche, al salir de un hotel en el centro, me encontré con al menos veinte niños de diez a doce años, envalentonados por andar en grupo y quizás armados y narcotizados, que transmitían una gran carga de adrenalina, una vibra muy fuerte de agresividad contenida, su percepción del miedo que infundían y ánimo de poner en práctica la teoría de su propia destructividad. Por alguna razón, acaso porque estábamos en el centro y ellos hacían de las suyas en otras partes, me respetaron, siguieron su camino, pasaron de largo. No descarto que encuentros como ese terminaran creando en la mente fantasiosa de mucha gente un ente imaginario, posible pero irreal, y que por eso yo nunca obtuviera información sólida, concreta. Quizá, más que tabú, la Rata Picuda era un mito. Quizá después de aquel encuentro, externé un impulso ebrio de comprobar al instante que: "¡La Rata Picuda me la pela!" Y habré ido más bien a desahogarme o terminar de ahogar mis pasiones en alcohol donde las putas de noche o alguna tabernera cuarentona de ojos enormes, senos enormes, nalgas enormes y humedad a toda costa, maestra en el arte de amar sin compromiso después de cantar a capella y brindar "a salud de la tristeza". Lo cierto es que, por algo, cundió la alarma y Deyo organizó una comisión para buscarme; él mismo fue hasta la Séptima Sección en su coche, acompañado por Nacho, el velador de Ra Bacheeza, que era un matón y andaba armado (por el mismo Deyo con una pistolita casi de juguete, como las armas de la policía municipal en comparación con las de Víctor Moro... todavía conservo el casco de una bala disparada por esa bestia y una foto de sus armas). Lilia, esposa de Chente, le dijo por su parte, igualmente alarmada: "¡Iván está borrachísimo, recorriendo todo Juchitán!"

En fin. Quizá nunca había escrito la palabra quizá tantas veces como aquí...

Hoy existe un dato aislado en internet que señala a Felipe Martínez López como el principal promotor de la Rata Picuda en su momento; ese personaje presidió el consejo municipal inmediatamente anterior al ayuntamiento de Héctor Sánchez y, solo por tratarse de un priista poderoso, al menos en la región, el dato podría ser verídico, pero hay que desconfiar de la fuente por ser Enlace, periódico local y quincenal que, en la época de Tobi ne Tobi, era su antítesis y uno de los principales difusores de la campaña sucia contra el ayuntamiento de Óscar Cruz, a quien se refiere ahora como aspirante factible a ser gobernador en un futuro próximo. Según esta fuente, la Rata Picuda era una banda "juvenil" y cometió varios atracos a mano armada. Como no existe información pública, es imposible resistir la tentación de especular: Sin proponérselo, el trienio de Felipe Martínez López fue un periodo de transición entre la era del PRI y la del PRD-COCEI. Designado por el entonces gobernador entrante Heladio Ramírez para dirimir un conflicto postelectoral en el que tanto PRI como COCEI decían ser electos, Felipe Martínez presidió un consejo con tres regidores de su partido y tres de la COCEI (Óscar Cruz, entre ellos). El triunfo electoral de Héctor Sánchez, al término de aquel trienio, inauguró la era de la alianza PRD-COCEI, así como la bancarrota del PRI y sus aliados, que recurrieron entonces a tácticas sucias de revanchismo, como formar una banda criminal con niños de extracción miserable que respondieran a la violencia de la miseria social en que vivían con una violencia delictiva: crimen organizado con fines terroristas (es una posibilidad, como dije, planteada por un ejercicio especulativo).

El hecho de que ahora Enlace aplauda las obras de Óscar Cruz como si fueran grandes hazañas, después de la rabia con que atacó a su ayuntamiento en la época de Tobi ne Tobi (sigamos especulando), podría deberse a que El Chango y la COCEI lograron con Enlace lo que no pudieron con Tobi ne Tobi: comprarlo. Ese nauseabundo papel impreso, que se refirió una vez a mí como "el fantasmagórico Iván Rincón", llama periodismo al chisme de cuarto mundo y es financiado por lo más vil de Juchitán y el Istmo, a saber, sectores reaccionarios de la iniciativa privada y mafias que, más allá de su influencia política y su poder fáctico, son minoritarias; quizás una de esas mafias sea hoy la COCEI o más bien los restos elitistas de algo que, hace veinte años, parecía un movimiento popular con suficiente capacidad de movilización masiva para realizar una revolución local. Ante la visión política de esa elite dirigente, por llamar así a su pragmatismo sin escrúpulos, es importante que un periodicucho como Enlace hable bien de ella porque, no obstante su bajo nivel, es el más leído en Juchitán y el que más tiempo ha durado. Quienes hacen esa basura (incluyendo a sus muy probables financiadores del crimen organizado), por su parte, han de haber entendido, con un esfuerzo mental extraordinario, que la COCEI llegó al poder para quedarse y es más redituable una buena relación con el vencedor de siempre que su constante ataque, doblemente desgastante por su efecto de búmerang.

Óscar Cruz intentó primero que yo desplazara en el ayuntamiento a Guadalupe Ríos y Jorge Magariño; después trató de que lo hiciera en Tobi ne Tobi con Desiderio de Gyves (Deyo) y Guillermo Coutiño (Archila no es un apodo, sino el segundo apellido); en ambos casos, buscaba un subordinado "profesional" por el que estaba dispuesto a invertir más dinero del que pagaba por la publicación de un boletín oficioso, escrito al ahí se va y demasiado caro, a fin de cuentas, para no ser competitivo con la capacidad de iniciativa y decisión, independiente y autónoma; la cantidad podía fijarla yo, a ver si el genio de la maravillosa lámpara cumplía el deseo de Aladino, con el entendido (llamado "valor" por unos que usan el poder para comprar a otros) de que, a partir de allí, Aladino quedaba totalmente bajo el mando supremo del genio, es decir, a sus órdenes, jefe. Aquel episodio revela un estilo de hacer política, una vía para llegar al poder, asumirlo, ejercerlo, detentarlo, así como una visión del mundo, una posición para interpretarlo, no para transformarlo, y hasta una forma de concebir la vida. Hago ahora esta revelación, quizá tardía o quizás oportuna todavía y apenas la primera de muchas más, porque veinte años de COCEI en el poder (con un lamentable paréntesis que serviría de lección si no fuera por tanta soberbia) ameritan una revisión crítica, sobre todo si ese poder, que ha tenido como plataforma principalmente a Juchitán y otros lugares del Istmo, termina extendiéndose al resto del estado.

Si Óscar Cruz llegara próximamente a ser gobernador de Oaxaca lo haría mediante una táctica pragmática de vergonzantes alianzas a corto plazo, como buen discípulo de Héctor Sánchez, a falta de una estrategia política estructural, y no sería muy diferente a los gobernadores priistas; sería solo un matiz, como el que fue cambiar a Carlos Jongitud por Elba Esther Gordillo.

¡Por cierto! Para una investigación seria sobre la Rata Picuda habría que regresar a Juchitán, a ver si, después del tiempo que ha pasado, alguien dice lo que sabe sin miedo a causar la muerte de nadie.

(Continuará...)

[] Iván Rincón 11:58 PM

Diciembre 24 de 2009

Juchitán y el agente interno

(Segunda parte)

Óscar Cruz es un ser paradójico y quizá contradictorio, que asumió sencillez y hasta humildad, con un trato accesible y afable, como presidente municipal, en sorprendente contraste con la prepotencia y la soberbia que lo caracterizaron antes y después, cuando no tuvo poder qué detentar o ejercer. Su toma de posesión, según algunas fuentes, fue la más multitudinaria manifestación realizada en Juchitán hasta entonces, pero también parecía que, ante la oposición, el nuevo ayuntamiento era débil y que, a fuerza de golpearlo, con suerte, acabaría tirándolo o, por lo menos, evitaría que la COCEI ganara las elecciones por tercera vez consecutiva, tres años después.

En Oaxaca, el PRI y sus aliados -¿hace falta decirlo?- son gente de la peor calaña, de la más baja ralea, de la más sucia y asquerosa estopa, que incluye a narcotraficantes y homicidas / feminicidas (uno de ellos es gobernador del estado actualmente). Ricardo Dorantes, por ejemplo, entre los dos o tres personajes más criminales de Juchitán, llegó a ser jefe de la policía en el gobierno de José Murat, cuyos esbirros intentaron asesinar a Héctor Sánchez y Óscar Cruz en mayo de 1999; el primero resultó herido por impacto de bala en una pierna y el segundo recibió un balazo en el cuello, pero sobrevivieron.

Los mismos que recurren a la violencia irracional como política, unas veces bajo el manto de la oscuridad nocturna y casi siempre al amparo del poder, con descarada y cobarde impunidad, pasaron temporalmente del ataque físico a una campaña de infundios y calumnias en los medios locales de comunicación para desprestigiar al ayuntamiento de Óscar Cruz. Por la personalidad del nuevo alcalde, inmaduro, mediocre, timorato, Héctor Sánchez y Leopoldo de Gyves (Polín) se posicionaron detrás como respaldo político y moral, y desde el principio fueron ellos quienes gobernaron de facto en Juchitán. La Regiduría de Cultura, encabezada por Desiderio de Gyves (Deyo), y la Casa de la Cultura, dirigida por Vicente Marcial (Chente), fundaron un periódico local y quincenal llamado Tobi ne Tobi, cuya traducción literal del diidxazá o zapoteco del Istmo es "uno por uno", pero se trata más bien de una frase popular que significa devolver cada golpe que uno recibe, algo parecido al "ojo por ojo y diente por diente". Obviamente, intentaba responder a la táctica mediática de suciedad promovida por las mafias locales, coaligadas en una oposición estéril y frustrada. La Regiduría de Cultura, la Casa de la Cultura y Tobi ne Tobi producían además un programa de radio semanal.

Deyo me dio una colección completa de Tobi ne Tobi y, cuando terminé de leerla, me preguntó qué opinaba; el periódico no se vendía y, ni siquiera regalado, leía nadie; algo fallaba y mi opinión sería tan oportuna como vital. "Su mayor defecto -le dije a Deyo- es que habla de cultura casi por completo y trata la política de manera secundaria y tangencial". Contenía textos de opinión política, unos cuantos, escritos por colaboradores regulares, como Daniel López Nelio, pero en primer lugar su redacción era garrafal, nadie la revisaba, y en segundo lugar no alcanzaban el nivel de un análisis; además, no había trabajo periodístico, reporteril, con excepción del pretendido "periodismo cultural". El motivo primigenio de su existencia o ley motive, como dicen los intelectuales, era lo más descuidado, en el mejor de los casos. Entonces Deyo me hizo una propuesta mucho más seductora que la de Óscar Cruz, por ser viable, para empezar: quedarme en Juchitán dos meses con el alojamiento en casa de sus tías y la comida en Ra Bacheeza por cuenta suya, mil pesos al mes y enseñarme diidxazá hasta donde yo aprendiera durante mi estancia (también la cerveza correría por su cuenta, siempre que fuera de botella verde, pues con esa le pagaban en uno de sus negocios, pero si bebía otra cosa tendría que pagarla yo), todo a cambio de que impulsara el periódico desde la jefatura de información y, de paso, fuera reportero. Lo pensé a lo largo y ancho de una noche en vela y acepté, aunque el hecho de haber pasado esa noche en una azotea vaticinaba la inviabilidad de mi alojamiento en casa de las tías. Los mil pesos al mes eran un pago raquítico, pero me propuse completar o complementar ese ingreso con una corresponsalía que le propuse a Motivos y aceptó; como había sucedido con mi cobertura de la Campaña «500 Años de Resistencia», no recibí ni un peso, pero esta vez la revista me acreditó con una identificación de corresponsal. En el acuerdo con Deyo agregué una condición mía: que si Tobi ne Tobi lograba despertar suficiente interés público, es decir, que se leyera y la gente inclusive pagara por ello un módico precio, lo independizaríamos completamente del ayuntamiento. Hablé también con Guillermo Coutiño, mejor conocido como Archila, el director del periódico, y estuvo de acuerdo con todo; más aún, dijo que le daba mucho gusto. Antes de mí, Guadalupe Ríos había ocupado la jefatura de información, pero duró poco en el cargo y las versiones de su ruptura eran muy distintas y hasta contradictorias. Según Archila, "Guadalupe no hizo nada, además de cobrar". Según ella, Archila y Deyo no sabían nada de periodismo y se oponían o ponían peros a todo cuanto les proponía.

Huelga decir que yo todavía no renunciaba a seguir coordinando la Comisión de Comunicación del Consejo Mexicano «500 Años de Resistencia» y más bien intentaría que la siguiente asamblea nacional tuviera lugar en Juchitán para romper con el centralismo; en la Casa de la Cultura encontré bastante disposición para que fuera la sede.

Para estar dos meses en Juchitán, tuve que regresar al Distrito Federal por más ropa y otras cosas, aparte de arreglar algunos asuntos y cancelar compromisos; aproveché para abastecerme del ron que bebía y llevé de regalo a mi regreso: Flor de Caña, nicaragüense, o "Matarratas", como lo llamaban mis vecinos; con esa bomba, los juchitecos bebedores de cerveza poníanse hasta la madre, mientras yo me emborrachaba con mezcal, que es más cabrón que bonito, pues despierta a los demonios dormidos en la mente, que a su vez llenan de gritos el silencio del alma...

Además del cotidiano alcoholismo, a veces desbordante, que permea la cultura zapoteca del Istmo en general y la de Juchitán en particular, si algo hizo físicamente desgastantes aquellos días fue la carencia de una cama o, por lo menos, una hamaca en donde dormir de noche, que me dejé caer sobre una colchoneta en el piso de Ra Bacheeza, con los zapatos como almohada. Cuando llegaba la mujer del aseo a las seis o siete de la mañana, iba entonces a casa de las tías, que ya habían abierto, a dormir en hamaca la segunda parte de una jornada frustrante de inconcluso descanso. En la medida que aumentaba el agotamiento acumulado, más trabajo me costaba levantarme del piso en Ra Bacheeza, y la mujer del aseo dejaba para el final el espacio que yo ocupaba; intensamente morena, por no decir negra, y monolingüe en diidxazá, me permitía mirar desde el piso, que ella lavaba en torno mío, la inquietante inquietud de sus pechos casi desnudos, opulentos y progresivamente húmedos, con la generosidad característica de las juchitecas. Aprendió a decir: "Buenos días", y después: "Ya, güero, ya es hora, levántate ya".

Me bañaba en casa de las tías a jicarazos, y un día me pareció que, detrás de la vasija de barro, se escondía una gran lombriz, y me pareció que era roja, pero atribuí su color a un engaño óptico del rayo de luz que penetraba por una diminuta ventana, así como a través de la puerta de madera, entre las tablas; allí estuvo escondida la gran lombriz durante una semana que me bañé con ella en coexistencia pacífica, hasta que llegó infortunadamente otro huésped, un pintor o escultor homosexual, y puso el grito en el cielo cuando entró al baño; entonces las tías pidieron al jardinero que sacara al animal; una vez atrapado en un frasco de vidrio, pude observarlo de cerca y con detenimiento a plena luz; era una víbora pequeña, pero de picadura moral y mimetismo fascinante, negro con puntos rojos a ratos y rojo con puntos amarillos, según el entorno. Yo vivía con la vergüenza de haber matado a machetazos en una casa de Acapulco a una víbora negra que, después de pegarme tremendo susto, se columpiaba en una silla y era inofensiva, me dijo el jardinero; parecerá quizás exageración literaria, pero es verdad que la culpa nunca dejó de pesarme. No maté a la viborita venenosa de Juchitán, en cambio, pero hice algo peor: una noche que me quedé solo en el anexo del palacio municipal se metió un murciélago y, como no atiné a darle con un palo mientras volaba, esperé a que se durmiera en la pared y lo maté de un golpe. Qué estúpido es uno a veces; el miedo invade nuestra ignorancia y desata una violencia destructiva y asesina, como la que cerníase al asecho del ayuntamiento a mayor escala.

Antes de la crisis causada por el sorpresivo regreso de Víctor Moro, que aterrorizaría históricamente a Juchitán, Óscar Cruz llegó borracho una noche a Ra Bacheeza con un chalán, cuando ya no había servicio para que tampoco hubiera clientes, cálculo por demás erróneo, pues la mesera sería testigo de nuestra plática y la difundiría de boca en boca, vehículo de comunicación quizá tan efectivo como la radio o más. En «La máscara del zorro», el viejo maestro (Anthony Hopkins) le dice al joven aprendiz (Antonio Banderas) que los amos nunca miran a los siervos a la cara y ellos debían sacar ventaja de tan soberbia actitud, como la de Óscar Cruz, que paradójicamente no tenía la confianza de hablar con nadie sobre temas delicados en el palacio municipal, donde hasta las paredes lo escuchaban. "¿Está Iván aquí?", preguntó al llegar. "Ahí te hablan", me dijo la mesera. Respondí al llamado en la penumbra de la palapa y, sin levantarse de la silla, Óscar Cruz me tomó de la mano, algo que jamás haría sin alcohol adentro. "Acompáñanos un rato, Iván, nomás en lo que acabamos con este pomo". Sin ánimo para eso, me senté con ellos y la mesera llevó tres vasos, hielos y refrescos, antes de sentarse por allí. "Quiero platicar contigo, aprovechando que Deyo te convenció de trabajar en Juchitán unos meses -dijo el alcalde, arrastrando las palabras, mientras servía ron en los tres vasos-, porque aquí no tenemos doctores en filosofía".

-¡Qué bueno! -exclamé- ¡Dios salve a Juchitán de los filósofos y toda la fauna de esa especie!

-Voy a decírtelo de una vez, para no perder tiempo: ¿Qué falta para que dirijas Tobi ne Tobi? ¿Para qué quieres a Deyo y Archila? ¡Mándalos a la chingada! Yo pongo el dinero. ¿Cuánto necesitas?

Además de ser el regidor de cultura, Deyo fungía como responsable de la publicidad en el periódico y, aunque su nombre aparecía hasta abajo del directorio, ese cargo era importante en la medida que lo hacía responsable también de las finanzas y prácticamente dueño de Tobi ne Tobi. Guillermo Coutiño, por su parte, además de ser el coordinador de la regiduría (o sea, el segundo al mando), fungía como director del periódico, nominalmente al menos. Eso le contesté a Óscar Cruz: "Prefiero respetarlos".

-Tú mereces respeto porque eres profesional, pero esos dos no son más que unos alcohólicos diletantes, ¿o crees que de veras merecen respeto?

-Ya te contesté.

-Deyo no es responsable de nada, no me cuentes; Deyo es un viejo borracho, irresponsable, y Archila un pobre pendejo, amargado, que tiene de periodista lo que yo tengo de mujer; todos sabemos que el director del periódico en los hechos eres tú, pero si no quieres correrlos, si prefieres respetarlos, haz tu propio periódico; yo pongo el dinero; ¿cuánto necesitas?

¿Qué me contestarías si te dijera que el presidente municipal, en los hechos, sigue siendo Héctor Sánchez, y tú no eres más que un prestanombres, un simulacro? Eso no lo dije; nomás lo pensé. Miré al chalán, tratando de adivinar cuál era su trabajo; tenía mirada inteligente, pero le faltaba tamaño para ser guarura; miré después a la mesera que, al pendiente de nosotros, parecía estar absorta en el momento culminante de una telenovela.

-Anótame aquí la cantidad, si no quieres decirla -sugirió Óscar Cruz, acercándome una servilleta y un bolígrafo.

-Voy a proponerte algo a cambio -le dije-, a ver qué te parece: Resuelve tus problemas y déjanos resolver los nuestros. El periódico no es un órgano del ayuntamiento...

-¡Estás equivocado! -espetó- ¿Quién crees que pone el dinero? ¿De dónde crees que sale?

-El dinero lo ponen quienes pagan la publicidad que Deyo les vende.

-¡Estás equivocado! ¡El dinero lo pongo yo!

-El ayuntamiento pone una parte mínima por la publicación de un boletín oficioso, pero si Archila y Deyo me apoyan, eso acaba esta noche en esta mesa: tú dejas de pagar esa bicoca y yo dejo de publicar esas mamadas.

Óscar Cruz tomó un ejemplar de Tobi ne Tobi, lo arrugó con saña hasta dejarlo hecho bola y lo arrojó al piso. "Ni un peso más para publicar esa basura", escupió. "La que ustedes nos mandan", añadí; "primero aprendan a escribir". Entonces levantó el papel hecho bola y lo desarrugó. "¿Qué porquería es esta?", preguntó, y lo rompió en pedazos cada vez más pequeños que terminó aventando al aire. "Ni para el baño", dijo. "Hay que venderlo por kilo", remató camino a la puerta, que el velador cerró con llave en cuanto se fueron.

"¡Pinche Chango! -rezongó la mesera- ¿Cómo se atreve? Esto lo va a saber todo Juchitán, empezando por Ta Deyo". A punto de sugerir que mejor olvidara el incidente, un otro yo me dio una palmada en la cabeza y otra en la frente. Pendejo: debí decirle que, en vez de inmiscuirse y tratar de comprarme, hiciera una purga en el ayuntamiento, empezando por la policía municipal, que está metida hasta el cuello en el tráfico ilegal de inmigrantes; debí decirle esa y otras netas que pensé inmediatamente después, o sea, demasiado tarde, y vuelvo a pensarlas ahora que ajusto cuentas con el pasado.

Al día siguiente de nuestra discusión en Ra Bacheeza, Óscar Cruz amenazó a Deyo con una auditoría; ignoro si cumplió su amenaza. La crisis causada por el regreso de Víctor Moro a Juchitán relegaría ese asunto y muchos más.

(Continuará...)

[] Iván Rincón 1:01 AM

Diciembre 22 de 2009

Juchitán y el agente interno

(Primera parte)

Mi participación en la Campaña «500 Años de Resistencia» comenzó a principios de 1992 en Juchitán y concluyó un año después, también en Juchitán. La Casa de la Cultura, dirigida entonces por Vicente Marcial, fue anfitriona del seminario que redactaría una propuesta de ley reglamentaria al párrafo del artículo cuarto constitucional añadido para reconocer la existencia de pueblos indígenas con derechos "culturales" en México. El PRD o su fracción parlamentaria se apropió a lo gandalla de esa iniciativa, una vez acabada en otro lugar (?), meses más tarde. No abundaré en ello, pues los Acuerdos de San Andrés y la traición a esos Acuerdos en San Lázaro por todos los partidos, incluido el PRD, hacen del primer episodio algo muy rebasado. Solo diré que a finales de 2001, casi una década después del seminario iniciado en Juchitán y concluido en otra parte (?), al traicionar los Acuerdos de San Andrés en San Lázaro (traición ratificada sin excepción por el Senado de la República), el presidente de la Comisión de Asuntos Indígenas en la Cámara de Diputados era Héctor Sánchez y su asesor, Vicente Marcial.

Antes de la última asamblea nacional, que declararía formalmente concluida en México la Campaña «500 Años de Resistencia», yo no podía entender o aceptar el final fáctico. A nivel continental, el acuerdo era continuar el proceso, cambiando el nombre de Campaña por el de Movimiento, pero a nivel nacional seguían activos nada más quienes tenían en trámite alguna ganancia, reducidos a sus respectivas localidades, y yo, por mi parte, que había enfermado, pero no reparaba en la enfermedad: había ejercido poder y no me resignaba a perderlo; como parámetro, en los días culminantes de la campaña (octubre de 1992), además de visitas y correspondencia, recibía diariamente un promedio de cuarenta llamadas telefónicas (Equipo Pueblo no me dejaría mentir o exagerar), y también me enfermaba que una partida mediocre de oportunistas con descarados fines, pero sin principios de ninguna especie, lucrara con mi trabajo, intenso y desgastante, por el que nunca recibí más que limosnas... y ningún diploma.

Además de continuar este desgaste, insistiendo por múltiples vías en que siguiéramos adelante, llevaba mi soledad a un bar de la Zona Rosa llamado Soho, que empecé a frecuentar antes, cuando era punto de encuentro gremial entre personal de bares y restaurantes, pero el portero me permitía entrar sin propina de por medio, quizá porque le caía bien; ese lupanar se aburguesó después, como todo en la Zona Rosa, detestable desde el nombre (que José Luis Cuevas se atribuye, por cierto). Atravesaba quizá por una profunda crisis de soledad obligada, cuando una pareja me echó el ojo con actitud de swuinger y salí de allí a la mañana siguiente con ellos y otros de carrera larga; fuimos a un restaurante donde desayunamos y bebimos cerveza durante horas, hasta que los otros llegaron al límite. La pareja y yo regresamos a la calle del Soho y sacamos de mi coche, que no circulaba ese día, una botella de ron; tomamos un taxi a mi departamento, en donde seguimos hablando y bebiendo; la mujer casi no hablaba porque no había nada en su cabeza y el hombre tenía mierda en lugar de ideología; ella era muy joven, morena y obesa; él también muy joven, blanco y delgado. Mientras yo estaba en el baño, echaron un psicotrópico a mi trago y perdí el conocimiento; entonces me inyectaron algo en el brazo izquierdo para aumentar o asegurar el tiempo del efecto narcótico. Seguramente, llevaron un taxi a las afueras del edificio y, hasta donde recuerdo, me robaron una computadora de escritorio y dos impresoras (una de punto y otra de rallos láser), un reloj de pulsera, una grabadora reportera, unos walkman, una rasuradora, una secadora de cabello, dinero (supongo que no mucho) y un jarrón chino sin valor alguno; mi equipo modular de sonido era demasiado aparatoso por anticuado y nunca he tenido televisor...

Recobré el conocimiento acostado en mi cama y vestido; me levanté angustiado por no saber la hora ni qué día era. ¡Había dormido más de veinte horas! No me sorprendió el espacio vacío que antes ocupaban las impresoras nuevas y la computadora vieja que acababa de comprar; lo sorprendente era la luz del día y la ausencia del jarrón (tenía que ser alguien demasiado estúpido para creer que esa baratija fuera de valor material). Aturdido todavía, fui a un departamento cercano en donde vive el otro hijo de mis papás; le pregunté la hora y el día, le informé lo sucedido y fuimos en su coche por el mío a la Zona Rosa; hablé con el dueño del bar y los gerentes, las meseras y el portero, que respondieron con un solidario consenso a mi favor para detener a la pareja si regresaba. Después fui solo, quizá más de una vez, al posible pero improbable encuentro con los rateros, a ver si coincidíamos, yo armado, creo que nada más con un número para comunicarme con el agente de la policía judicial que simulaba atender este caso. El Ministerio Público me hizo perder todo el tiempo que pudo, aunque el médico de guardia confirmó que mi brazo izquierdo estaba pinchado (nomás falta que esté infectado de sida, pensé); la policía también hizo todo para no hacer nada; un día me dijeron por teléfono que mejor aseara ya el departamento, pues el tiempo que habían dejado pasar hacía inútil la visita / inspección de perito alguno.

Desde un día más o menos inmediato, me dediqué por entero a recuperar la salud, como había hecho muchas veces antes, y en la medida que avanzaba, la conciencia me hacía ver con creciente claridad la reciedumbre, al borde somnoliento de la muerte, acaso por un infarto o un derrame cerebral, así como el trauma sicológico traducido en pérdida también reparable de la confianza en los demás. Hice gimnasia en barras paralelas a diario por primera vez durante un mes y medio, cachondeándome con la imaginación, más fantasiosa que paranoica, de que los cazapendejos habían dejado cámaras ocultas en mi departamento y observaban asombrados mi recuperación, que algún día no muy lejano rompería sus respectivas madres, si acaso tenían. Entonces busqué sin desesperación, con la seguridad que me daba estar físicamente repuesto, una relación nueva con la gente.

En el regreso al mundo exterior, me reencontré con el fotógrafo Jorge Claro, que además de colega, llegó a ser mi amigo o por lo menos compañero de juerga y, entre otras cosas, le debía estar libre de los prejuicios con que viví mi primera juventud respecto al ambiente homosexual de rutas subterráneas que aprendí a conocer sin miedo y yo solo, pero gracias a él, aunque nunca logró convencerme de que lo acompañara a tomar fotos a la Marcha del Orgullo Gay, que terminé padeciendo un día cuando me detuvo en Reforma durante dos horas y, fobias aparte, fue una pesadilla. En la primavera de 1993 le propuse que fuéramos a Juchitán para hacer un reportaje gráfico sobre las velas de mayo, que abundan ese mes; por supuesto, él haría la fotografía y yo el texto, y publicaríamos el conjunto en una revista o en forma de libro o folleto. Claro contestó que mi propuesta era "sublime", pero yo no conocía ese aspecto de su personalidad, que nunca dice no y lo convierte en un hipócrita; me hizo creer que la idea ya era proyecto y lo anuncié a los cuatro vientos para que nos recibieran con alojamiento preparado en Juchitán, donde tomaron el asunto muy en serio... Terminé yendo solo y sin plan de trabajo, nomás de paseo y disimulando la vergüenza. Mi principal contacto en este caso era Desiderio de Gyves (Deyo), entonces regidor de cultura y dueño de Ra Bacheeza, restaurante, cantina y espacio cultural con galería pictórica y casi escultórica, biblioteca en ciernes y todo. A mi llegada, lo primero que dijo es que Óscar Cruz, el nuevo presidente municipal, quería hablar conmigo. "¿Para qué?", le pregunté. "Para explicarte que no hay dinero", contestó. "¿Y quién carajo le ha pedido dinero?" Al parecer, esperaban que llegara con un grupo al que debían alojar en hotel, o algo así, aunque Deyo había conseguido que hubiera una casa en la cual hospedar sin costo a los visitantes conocidos o invitados por el ayuntamiento y en la cual tuvieran lugar también talleres para niños y demás actividades recreativas; era la casa de sus tías, en donde me alojé... más bien dejé mi equipaje para bañarme allí todos los días y pasar las noches en otra parte, pues las ancianas anfitrionas atrancaban la puerta por dentro a las nueve de la noche y se acostaban a dormir, cuando yo todavía tenía unas cinco horas de vigilia por delante.

Sentado en Ra Bacheeza, leyendo un periódico local, levanté la vista y me encontré con Óscar Cruz de pie frente a mí. "¿Cuánto tiempo vas a estar en Juchitán?", me preguntó. "Unos días -le dije-, los que me inviten a las velas?"

-¿Por qué no vienes mejor a vivir un tiempo aquí y nos echas la mano en el ayuntamiento?

-¿Vivir aquí? ¿Cuánto tiempo?

-¿Los ayuntamientos duran tres años nada más?

En respuesta, sonreí de tal modo que pudiera interpretarse como: "No mames".

-¿Qué tienes que hacer en México? ¿La Revolución? Todavía falta mucho para La Revolución. Aquí, en cambio, ya tenemos el poder y estamos usándolo para cambiar el mundo, empezando por Juchitán. Vente para acá, a vivir con nosotros, como nosotros, con nuestro estilo y nivel de vida. Si renuncias por tres años a las comodidades que tienes en la ciudad, hay trabajo para ti en el ayuntamiento; mucho trabajo. ¿Cómo la ves? ¿Qué dices? ¿De acuerdo? ¡Muy bien! Es un hecho.

Respondí con la misma sonrisa, y Óscar Cruz fue al baño; de regreso a la mesa que compartía con otras personas, me preguntó: "¿Qué pasó? ¿Ya lo pensaste? ¡Órale pues! Es un hecho".

Unas cervezas después, fue al baño de nuevo y, al pasar junto a mí, preguntó: "¿Es un hecho? ¡Sale! Ya quedamos".

Al rato, en otra vuelta al baño, lo mismo, una vez más...

A partir de ahora, por razones obvias, me referiré a una persona, o quizá más de una, como el agente interno, que al parecer especulaba, pero con información de primera mano: "Lo que pasa -me dijo- es que Óscar quiere deshacerse de los pendejos que tiene en Comunicación Social, porque no dan el ancho y ya está hasta la madre de ellos". Los aludidos eran Guadalupe Ríos, antes corresponsal de Notimex y después de La Jornada, así como Jorge Magariño, que siempre aspiró a dirigir la Casa de la Cultura, pero nunca se le hizo, nominalmente al menos; si acaso era escritor, pero "con más ínfulas que talento", diría García Márquez, o "periodista cultural". Entonces, aceptar el ofrecimiento de trabajo que me hacía Óscar Cruz era entrar en una pelea por el poder con esos dos, pensé. ¡No, gracias! También era una tontería, inclusive una locura, pero yo seguía obsesionado con la Campaña «500 Años de Resistencia», lo que había sido y lo que debía ser en adelante, según mi visión. Por esas dos razones descarté de entrada la oferta de Óscar Cruz.

Además, había un precedente personal, por el que la relación entre nosotros dos empezó mal; él quizá lo había olvidado o prefería dejarlo atrás, pero yo no, y después me enteré de que sobraban incidentes como el nuestro en el anecdotario del nuevo presidente municipal. Para su edad (siete años y medio mayor que yo), el liderazgo de peso medio que alcanzó como activista y el relativo poder que detentó como regidor de Obras Públicas en la era del PRI, si algo lo caracterizaba era una gran inmadurez. Al presentarse como posible sucesor de Héctor Sánchez, éste le preguntó en privado al agente interno: "¿Será la mejor opción Óscar Cruz? ¿Será realmente nuestro mejor cuadro? ¿No les parece que se comporta muchas veces como un adolescente y otras veces, de plano, como niño? Que la asamblea lo decida, pero pongo mis dudas a su consideración".

Cuando la COCEI recuperó el poder tres años antes con Héctor Sánchez a la cabeza, tres mujeres me invitaron a una velada bohemia; Óscar Cruz estaba en el bar cuando llegamos. "Mira qué bien acompañado viene este cabrón", comentó con envidia inocultable y muy mala vibra. "Yo las acompaño a ellas", le dije, pero siguió lanzándome dardos envenenados. Esta anécdota o pedazo de anécdota está grabada en un casete y en mi memoria. Cierta canción juchiteca popularizada con un nombre muy feo, «El feo», cuyo nombre original es su primer verso, «Si alguien te habla de mí», que es muy bello, tiene una letra en español y otra en diidxazá o zapoteco del Istmo, y creo que se canta en ese orden siempre; aquella noche la cantaron y, al final, todos aplaudieron, salvo yo, quizá porque tenía las manos ocupadas en la grabadora o simplemente por mamón; entonces Óscar Cruz me dio una palmada y espetó: "Aunque no le entiendas aplaude, pinche feo". Y las mujeres soltaron una carcajada. Alguien dijo que yo sí entendía el zapoteco, pero me hacía el desentendido, y Óscar Cruz no agregó nada, pero cuando llegó a la presidencia municipal, todo Juchitán se enteró de que no entendía y, mucho menos, hablaba, ni una palabra en diidxazá; tampoco sabía tocar la guitarra y cantar, ni bailaba bien. Mi apodo en Juchitán era «6 de Julio», por cierto; el suyo era «El Chango», mucho más feo que el mío...

Quizá lo pensé en su momento -es imposible recordar tanto-, pero ahora que han pasado veinte años y lo escribo, caigo en la cuenta de que la suya era una envidia machista y misógina, pues una de las tres mujeres que me llevaron al bar aquella noche era María Nicolás, entonces mi principal contacto de Juchitán en el Distrito Federal, que era o había sido amante de Héctor Sánchez, según rumores [1]; otra era ya o fue después y sigue siendo la amante de Leopoldo de Gyves (Polín) y hermana adoptiva de María; la tercera era la única regidora del ayuntamiento entrante (diminuto dato que derrumba el mito del matriarcado en Juchitán); así que para alguien como "El Chango" formaban un trío muy bien cotizado.

En una mesa distinta, pero no distante, a la nuestra estaba Natalia Toledo borracha y con ropa tentadoramente corta; para molestar a María y calentarme la cabeza, cada vez que nos pedía un cigarro, pretexto repetitivo y demasiado obvio, ponía sus muslos desnudos en mi cara. María era la típica juchiteca de cuerpo grande y carácter fuerte; Natalia, en cambio, tenía poco, pero enseñaba mucho. Ella misma se había rebautizado como Fatalia y se decía "diva", pero sus cuates chilangos la llamaban más bien "calentavergas". María observaba sus desinhibidas y provocativas actitudes corporales y parecía decir en silencio: "Qué puta eres". Finalmente, la hija mayor de Francisco Toledo logró su propósito, pero también había calentado la cabeza de Óscar Cruz. Al cerrar el bar, fuimos a una casa en donde, borrachos ya, bailamos y seguimos bebiendo, además de ponernos hasta la madre de pachecos. En el clímax, no había mejor excusa para encuerarnos que nadar en el Ojo de Agua, así que abordamos el único vehículo que seguía activo esa noche, más bien madrugada, que era el de Óscar Cruz. Por error, esperé a que todos estuvieran adentro y entonces me senté junto a Natalia en el asiento delantero, pero el conductor aprovechó para deshacerse de la competencia y ordenó que me sentara atrás, en donde ya no cabía nadie. "Adelante solo cabemos Natalia y yo", decidió. "Vete, pues, a la chingada", le dije; bajé del carro y caminé sin rumbo hasta dar con un taxi que me llevó al "domicilio conocido" de Héctor Sánchez, mi primer anfitrión.

Pasamos las siguientes noches en vela frente al palacio municipal, hasta que las instancias electorales y el gobierno del estado reconocieron a Héctor Sánchez como presidente municipal electo. En el plantón, la gente se dio cuenta de que Óscar Cruz y yo no nos tragábamos, ni siquiera nos mirábamos, como Natalia y María, que evidentemente no se querían ni se toleraban (el segundo apellido de María es Toledo, pero no tienen parentesco o lo niegan). Entonces regresé al Distrito Federal y me apersoné en Monterrey 50, colonia Roma, la oficina central del PRD que antes fue del PMS; allí daría una conferencia de prensa Héctor Sánchez, quien llegó acompañado por Óscar Cruz; saludé al primero sin mirar al segundo, que dejó escapar una risa mordaz. "¿De qué te ríes?", le preguntó Héctor, muy serio él. "Es que Iván está en todas partes; no se le escapa una; parece un ente ubicuo o un duende", contestó Óscar. "Ha de tener réplicas", replicó Héctor.

Al parecer, Óscar se propuso que nunca hubiera otro distanciamiento entre nosotros y, mucho menos, enemistad. Según el agente interno, Héctor o Polín o ambos le dijeron: "No nos conviene tener a Iván como enemigo; más nos vale que sea nuestro aliado. Si nos pide información, hay que dársela. Si nos pide un favor, hay que hacérselo. Nada nos cuesta y será para provecho y en beneficio de ambas partes. De nosotros depende que así sea". Óscar asumió la instrucción al dedillo y cambió diametralmente su actitud hacia mí. Años después, volvió a ser el de antes.

1. Ella vivía en la Casa de Estudiantes y, sin conocernos físicamente, me dio por teléfono todo un directorio para mi primera visita a Juchitán; una vez allí, escuché el rumor de que era o había sido el "segundo frente" de Héctor Sánchez, su amante o "querida". Nunca lo confirmé ni lo intenté, porque no era de interés personal y, mucho menos, profesional. Sin embargo, hay que hacer aquí un paréntesis reflexivo: Sobre el presunto amorío entre Héctor y María, la fuente no es ningún agente interno con información de primera mano; se trata más bien de un rumor, como ya dije, que podría inclusive ser mentira... Más adelante volveré a los orígenes de los rumores, que surgen y se propagan en Juchitán, unas veces con propósitos concientes, otras con irracionalidad unánime (ambiente propiciatorio y caldo de cultivo de linchamientos físicos o morales), y son todo un fenómeno social que amerita estudio, pues termina inventando completamente a determinadas personas o, por lo menos, en un 60 por ciento, como es mi caso, del que pueden decirse diez cosas y solo tres o cuatro son verdad; las otras seis o siete corresponden al mito creado en torno a la persona y la personalidad.

[] Iván Rincón 4:58 AM

Diciembre 17 de 2009

Al término de la Campaña Continental «500 Años de Resistencia», agradecí al director de Equipo Pueblo, Elio Villaseñor, por la generosidad con que había alojado y apoyado logísticamente (además de tolerar) a la Comisión de Comunicación del Consejo Mexicano, y me respondió que no tenía nada qué agradecerle, que todo lo habíamos hecho nosotros y, en consecuencia, Equipo Pueblo nos otorgaría un diploma por tan "meritorio" trabajo y "encomiable" esfuerzo, al menos a mí, que había sido el responsable o coordinador, por no decir "jefe de comunicación social", como si fuéramos un partido político o alguna instancia burocrática de gobierno y como insistía en llamarme Araceli Burguete. Hasta hoy, 17 años después de aquella experiencia militante y profesional, sigo esperando mi diploma; ya tengo telarañas entre los huesos, polvo en las entrañas y hasta murciélagos en el alma, de tanto esperar el prometido reconocimiento formal, y nada... La verdad es que Equipo Pueblo terminó hasta la madre de nosotros y especialmente de mí, pues en los días culminantes de la campaña organizamos una guardia de 24 horas diarias los siete días de la semana para darle cobertura permanente a las marchas que, desde varios puntos del país, llegarían al zócalo de la Ciudad de México el 12 de octubre de 1992 y era notorio que la organización no gubernamental se consideraba invadida. Yo entregaba un riguroso informe de nuestras llamadas telefónicas, sobre todo las de larga distancia, pero en esos días se apersonaba de noche o madrugada Araceli Burguete y usaba el teléfono sin pedirlo ni decirme a dónde llamaba, como si estuviera en su casa, además de hacer reuniones propias sin pedir tampoco la sala de juntas o avisarme, y yo tenía demasiado trabajo como para asumir el control de lo que hacían otros o al menos intentarlo. Cuando Araceli quiso usar una de las computadoras, le dije que eso ni siquiera yo lo hacía, pero después la mujer a cargo del equipo nos culpó de una descompostura cibernética, un virus mutante o algún cuento chino, así como de ocho llamadas no reportadas a distintos y distantes lugares, inclusive de otros países; esa mujer acabó detestándome, por lo que todo el personal masculino de Equipo Pueblo me preguntó si yo había intentado "tirármela" y le contesté que no, que por eso me detestaba, porque ni el intento hice. La secretaria, en cambio, estaba un poco flaca para mi gusto, pero tenía unas caderas que hacían apetecible su trasero y, cuando llegaba en mallones blancos (entallados y casi transparentes, como suelen ser los mallones blancos), lo primero que hacía era meterse al baño para quitarse o cambiarse el pantalón corto o calzón largo que llevaba debajo por una tanga, y así andaba durante ocho horas, hasta que terminaba su turno; entonces se ponía de nuevo el pantalón corto o calzón largo para irse; un día hizo lo mismo, pero sin dejar nada bajo los mallones, de modo que dejó todo a la vista. Mi libidinoso cálculo era que una noche, la primera que nos dejaran solos, ella y yo tendríamos un intercambio de intensidad salvaje sobre su escritorio. Empecé por pedirle el número telefónico de allí mismo para llamarla desde el cuarto de junto. "Que no se te ocurra decirme cosas obscenas porque puedo grabarlas en la contestadora", me advirtió, así que llamé y le dije en voz baja: "Hola, nena. Habla tu personaje obsceno favorito". Ella soltó una carcajada y, en vez de obscenidades, escuchó caricias. Tonta como era, entendió lentamente que yo no tenía horarios ni era empleado de Equipo Pueblo y se dedicó entonces a sabotearnos, borrando los mensajes de la contestadora antes de que los escucháramos, guardando en un cajón bajo llave el cuaderno con el registro y números telefónicos de la gente que nos llamaba, prácticamente un directorio; cuando le pedí que me comunicara con el consejo nacional de Nicaragua, sede oficial de la Campaña Continental, marcó un número equivocado; siempre que llegaban compañeros indígenas, los miraba y trataba con racista desprecio y displicencia gélida... etcétera. Esperé a que Elio Villaseñor se enterara por su cuenta del sabotaje, pero cuando lo hizo, nomás exclamó: "¡Cómo!" En su lugar, yo habría echado a la calle con prontitud irrevocable a la saboteadora, por más ropa interior que se quitara, pero su jefe tenía un temperamento muy otro; francamente, no puedo imaginarlo como delegado en Iztapalapa; era un bonachón que asumía su alcoholismo con cinismo bohemio y me contaba, por ejemplo, de una época durante la cual despachó los asuntos de Equipo Pueblo en la cantina más próxima, desde la administración de la borrachera. A excepción de un coyotito de Carlos Beaz, nadie durmió nunca en sus oficinas, pero tuve que acondicionar provisionalmente una cama, pues era indispensable y vital tener actividad sexual, más que dormir, en momentos de intensa presión y hasta de tensión a ratos (un día, la policía judicial secuestró a dos "compas" de Guerrero cuando salieron de Equipo Pueblo; una noche, apagué todas las luces y, mientras María de la Luz y yo saciábamos en la oscuridad la recíproca urgencia de nuestra sudorosa desnudez, alguien intentaba entrar, linterna en mano, forzando la cerradura). En la última reunión operativa que tuvimos allí, Carlos Beaz mandó comprar cerveza y dejamos los envases como escombros de una aparente fiesta que había sido más bien una pelea; entonces Elio decidió en voz alta: "Esto se acabó; hasta aquí llegaron los 500 años de resistencia".

Uno de los más festejados éxitos de la Campaña Continental fue el Nobel de la Paz a Rigoberta Menchú, quien le había pedido a Araceli Burguete coordinar en México su campaña para dicho premio, pero ella rechazó la encomienda. Cuando le pregunté por qué no la aceptaba, me contestó: "Prefiero estar en tu comisión". Pero el Consejo Mexicano y su asamblea nacional no la querían en ninguna comisión; ya era bastante con su marido, "el diputado indio", en la Comisión Coordinadora, como para tenerla además en la de Finanzas o la de Comunicación, así que ella se inventó el cargo de "vocera"; lo hizo presionada por Rosa Rojas, reportera de La Jornada especializada en temas indígenas, que le dijo en presencia mía: "Algún cargo debes tener en el Consejo para que yo te entreviste".

"¿Cuáles son las demandas del Consejo Mexicano «500 Años de Resistencia»?", me preguntó al aire el conductor del programa Del campo y la ciudad en Radio Educación. "Nuestras demandas son muchas y muy variadas", contesté. "Son 500 demandas que van desde una máquina de escribir hasta la cancelación del proyecto hidroeléctrico de San Juan Tetelcingo", añadí. "¿Y ya les dieron la máquina de escribir?", preguntó de nuevo el conductor en un desafortunado intento de ser chistoso. "No sé de ninguna máquina de escribir -respondí-, pero sí sé que el proyecto hidroeléctrico de San Juan Tetelcingo consiste en una presa que inundará a los pueblos nahuas del Alto Balsas, pues ellos han decidido que no saldrán de sus tierras y que solo podrán sacarlos envueltos en tapete". Finalmente, la denuncia mundial de aquel proyecto logró su cancelación definitiva, como antes habíamos conseguido que fuera momentáneamente suspendido el proyecto privatizador del Tepozteco y como después obtuvimos la devolución de unas tierras que Manuel Bartlett desalojó en Puebla con perros a la vanguardia de granaderos a la retaguardia. La cosecha tuvo frutos, a pesar de que El Chupacabras había dividido al Consejo Mexicano, atendiendo parcialmente sus demandas y reduciendo la atención de las demás a una vil negociación con el Instituto Nacional Indigenista (INI), en la cual brillaban por su ausencia las secretarías de Estado. Entonces tomamos el edificio del INI como protesta por la burla discriminatoria y en demanda de un trato justo, y la toma duró muchos días con sus respectivas noches. Uno de esos días, me encontré en las escaleras con Ricardo Montejano y supuse ingenuamente que se había apersonado en solidaridad con nosotros, pero no: "Yo aquí trabajo", aclaró; "doy un curso de producción radiofónica".

En la última reunión operativa, Carlos Beaz terminó de dividir al Consejo, condicionando la participación de su gente (UCIZONI) a la salida del FIPI (Margarito y Araceli), que recibía prebendas y dinero del gobierno por debajo de la mesa, luego de entregar un paquete de abundantes demandas que se resumían en un ambicioso proyecto turístico.

La última asamblea nacional declaró concluida la Campaña «500 Años de Resistencia» en México al año siguiente, pero dejó en el aire la potestad del archivo formado a instancias de la Comisión de Comunicación, así que asumí esa potestad personalmente en espera de que hubiera alguna instancia a la cual entregárselo. Jorge Hidalgo, jesuita fundador del Prodh y después activista de tiempo completo en la campaña por parte de Equipo Pueblo, parecía creer que yo estaba robándome el archivo y me dijo en privado que por lo menos tres instituciones lo querían: una era la UNAM, otra el INI y la tercera no recuerdo qué madres era, quizás alguna inexistente agencia internacional de prensa india. "Dile a la UNAM y al INI que tengan su archivo -le contesté- y pregúntales de qué quieren su nieve". En todo caso, que hagan una solicitud formal y entonces decidimos qué procede, pensé.

El codiciado archivo del Consejo Mexicano «500 Años de Resistencia» fue integrado por tres partes: una es el primer intento de archivo que, a condición de que yo hiciera un inventario, me entregó su responsable anterior, un integrante del Grupo de Estudios Ambientales (GEA) que también poseía una "biblioteca indigenista"; lo que recibí eran restos de un saqueo realizado por el Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM principalmente y en particular por el grupo de Sergio Sarmiento (homónimo del periodista, más bien torturador con voz nasal, cara de gato bodeguero y corbata de moñito) para formar su propio archivo, con el que dos hermosas practicantes, incomparablemente más deseables que la caja de papeles, escribieron una monografía sobre el Consejo Mexicano y la Campaña Continental, pero me negaron una copia; la segunda parte era el archivo personal que yo había hecho como periodista antes de integrarme a la Comisión de Comunicación y que junté con los restos recuperados del archivo anterior; la tercera parte se formó sobre la marcha y al calor de la campaña con los documentos entregados de uno en uno a la Comisión de Comunicación por las organizaciones del Consejo Mexicano, que llegaron a ser más de 200, desde que la asamblea nacional me reconoció. El archivo terminó siendo una caja de cuarenta kilos que, al cabo de la campaña, en su mudanza y mi paso de Equipo Pueblo al Centro Vitoria, estuvo unos días bajo el resguardo de Ce-Ácatl, cuya oficina es la casa de la maestra Meneses, mamá de Juan Anzaldo, y en donde sufrió una última peinada. El archivo original contiene basura que decidí conservar porque habla con voz propia de un apartado postal que tenían o tienen todavía Margarito y Araceli, en donde recibían o reciben todavía información de todo el mundo, invitaciones a encuentros internacionales de pueblos autóctonos y hasta boletos de avión (los métodos evolucionan con la modernidad, pero la ética no).

El Foro Nacional Indígena (FNI) realizado a finales de 1995 y principios de 1996 en San Cristóbal de Las Casas y San Andrés Sacamchén de los Pobres, Chiapas, por iniciativa del EZLN, se declaró "permanente" a propuesta del Comandante Tacho, que veía y escuchaba discutir y discutir a los delegados de todo el país sin llegar a ningún acuerdo. La "permanencia" del FNIP sirvió de membrete para acreditar a militantes indígenas sin organización, como Carlos Manzo, asesor del EZLN durante los diálogos de San Andrés a propuesta de Hermann Bellinghausen y quien me nombró a su vez "asesor de asesores", o sea, asesor de vacilada. Este proceso discontinuo de aparente convergencia culminó con el Congreso Nacional Indígena (CNI), que también se declaró "permanente", pero nunca tuvo oficinas (Esperanza Rascón hizo público el domicilio donde trabajó ella como responsable de la Comisión de Prensa durante unos días), así que seguí sin tener a quién entregar el archivo, que Beaz, Manzo y Francisco Cabrera, entre otros, me recomendaron resguardar hasta que el CNI tuviera una dirección formal; hay que recordarle al amnésico país que el CNI nació secuestrado por las hordas advenedizas, pero con gafetes de "seguridad", los prepotentes "zapatistas" de ocasión encabezados por Javier Elorriaga y la yupiza huera de Filosofía y Letras de la UNAM. Después el CNI se tomó en serio y muy a pecho aquello de que "todos somos Marcos", asumieron literalmente la consigna y ni quién soportara semejante pesadilla.

La preparación de una sesión del CNI truncó violentamente la vida de Francisco Cabrera Huerta en un accidente carretero que también mató a otro compañero, cuyo nombre no recuerdo porque ni siquiera lo conocí, y lesionó gravemente a Marcelino Díaz y Esperanza Rascón, quienes fueron hospitalizados de emergencia. Por ser "el diputado indio" en turno, los medios de comunicación dieron más importancia a Marcelino Díaz que a las otras víctimas, pero en un mensaje dictado por teléfono al programa Del campo y la ciudad, producido y conducido ese día por Ricardo Montejano, dije que la muerte de Francisco Cabrera significaba una gran pérdida para el periodismo militante, comprometido con las luchas indígenas de México y todo el continente; personalmente, significó además la pérdida de un amigo entrañable, insustituible aliado en el terreno político, solidario colega en el trabajo profesional, un valiente opositor a las tiranías y crítico implacable de la deshonestidad en donde la hubiera... Valga este homenaje mínimo.

Las memorias en registros escritos y audiovisuales de todo este proceso, después de la Campaña «500 Años de Resistencia», fueron a dar a manos de Juan Anzaldo Meneses, que primero fue invitado del EZLN a los diálogos de San Andrés y después fue nombrado asesor, pero nunca ha sido instancia de nada, además de director de Ce-Ácatl, que editó los Acuerdos de San Andrés, entre otras cosas. Para la memoria del Encuentro Intercontinental por la Humanidad y contra el Neoliberalismo, acordé con Javier Elorriaga hacer un registro de audio en la mesa uno, que tuvo lugar en La Realidad con el tema genérico de "Política". Antes había hecho yo lo mismo en el Foro Especial para la Reforma del Estado, al término del cual Paz Carmona entregó el registro de audio grabado por mí y con mi equipo a Juan Anzaldo. ¿Por qué a él? -les pregunté a cada uno por separado y ninguno de los dos supo qué responder. Del archivo emanado de aquel foro se hicieron tres copias en paquetes: una para el EZLN, otra para la Cocopa y la tercera para el FZLN; Eugenio Bermejillo, embajador de Bellinghausen, se llevó a petición mía la tercera copia de Chiapas a la Ciudad de México, pero nunca la entregó; se quedó con ella o se la dio también a Juan Anzaldo. Sepa la chingada. Cuando hablé con él al respecto, fingió demencia: oligofrenia o neurótica dispersión de hombre-muy-ocupado que no entiende nada porque atiende muchos asuntos más importantes al mismo tiempo, actitud que prefiero llamar táctica de retrasado mental. Cuando hablé con Juan Anzaldo, éste hizo exactamente lo mismo.

El FZLN se desintegró al cabo del rotundo fracaso en su gestación, debido a que la gente designada por la Comandancia del EZLN y el Subcomandante Marcos nunca estuvo a la altura del proyecto y lo que hizo fue prácticamente un autosabotaje. La misma Comandancia y el mismo Subcomandante ordenaron su extinción. La Comisión de Prensa del Foro Especial para la Reforma del Estado fue nombrada por ellos con el criterio de que fueran cuatro responsables, dos por parte del cuerpo de asesores y otros dos por parte del FZLN. Águeda Ruiz y yo representamos al FZLN, aunque ella era también asesora, mientras que Bermejillo y Esperanza Rascón representaban al cuerpo de asesores. Por indisposición suya y para fortuna mía, Esperanza mandó a su hija Nashrú, y Águeda entró en una crisis personal causada por las agresiones en aumento de sus antiguas compañeras y amigas (entre ellas, Paz Carmona) llamadas "Las Chayos" porque formaban el Grupo Rosario Castellanos y no hay que confundir con "Las Doñas" del Comité Eureka fundado por Rosario Ibarra. El Grupo Rosario Castellanos estaba integrado por mujeres caníbales encabezadas por la esposa del historiador Antonio García de León. Al entrar en crisis Águeda, Bermejillo y yo la pusimos a transcribir las conferencias de prensa del Subcomandante Marcos y sus pláticas con la sociedad civil, y ampliamos la Comisión de Prensa, incorporando a Beatriz Zalce y otros. Una vez integrado el archivo del Foro en tres paquetes idénticos, Javier Elorriaga y Juan Anzaldo se comprometieron a copiar todo en un disco y ponerlo a la venta en las oficinas del FZLN, tal como se había comprometido medio año antes Esperanza Rascón con la memoria del Foro Nacional Indígena. Entonces recomendé al encargado (conste que no dije cargador, papel que asumió Bermejillo a regañadientes) de entregar su paquete al Sup que le pidiera un recibo, pero el Sup le contestó: "Dile a Iván Rincón que recibí el paquete y que se conforme con eso; los zapatistas no damos recibos por basura". Vaya pues. Ni las gracias me dio...

En fin. El archivo del Consejo Mexicano «500 Años de Resistencia» sigue, desde hace 17 años, bajo mi resguardo, y Equipo Pueblo no me ha dado ningún diploma. ¿Puede alguien creerlo?

[] Iván Rincón 9:33 PM

Diciembre 12 de 2009

Pasadas las elecciones federales de 1991, una vez que el Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT) perdiera definitivamente su registro condicional y yo quedara para el arrastre, dediqué a recuperarme cuatro meses tan exitosos y contrastantes con el rotundo fracaso del Frente Electoral Socialista (FES) que me batí a golpes con Jesús Escamilla después de la posada tradicional de Radio Educación y terminé encima suyo. "Ahora podría darte una madriza de tu tamaño", le dije; él aceptó la derrota y se fue en el mismo taxi que nos había llevado hasta las puertas de Viva Sur, en Avenida Tlahuac, donde viví durante una década a mis regresos de Chiapas o Oaxaca. Habíamos formado el FES con ocho organizaciones políticas y sociales, algunas realmente importantes, como la UGOCP, y otras simples grupúsculos con membretes geniales, como El Clóset de Sor Juana, además de militantes a título personal, para que hubiera una opción socialista en el abanico electoral. Me integré inicialmente a la Comisión de Prensa invitado por Raúl Jardón, integrante de la misma secta que Eduardo Montes, Jaime Perches y Escamilla, entre otros. El periódico 6 de Julio, para el que yo trabajaba, había llegado a su fin con el Primer Congreso Nacional del PRD, que heredó la infraestructura regenteada por Gerardo Unzueta a Pablo Gómez y su gente. Los desempleados en consecuencia dimos nuestros nombres para cubrir las candidaturas del PRT en el Distrito Federal, y elegí el Distrito XXVII (Tlalpan) porque era un rumbo accesible y yo había vivido allí unos años con mi mamá y Juan Latapí antes de tener mi propio departamento, que tardé una década en pagar y entonces lo vendí para saldar mis deudas y seguir subsidiando el desempleo vitalicio que llamamos activismo. Vacantes las candidaturas en ese y otros distritos, me apunté como titular o propietario para diputado, a condición de no tener qué hacer campaña electoral, sino "trabajo central", como llamaban los trotskos a la burocracia con un lenguaje inconciente y paradójicamente estalinista; mi suplente sería el antiguo tesorero del periódico 6 de Julio, perteneciente a la secta "comunista" de Montes, Jardón, Perches y Escamilla, pero un día llegó Perches y, en mi ausencia, le dijo a Julio López Montoya, alias El Chato, quien fungía como representante local del PRT en el DF: "Pon al nuestro arriba de Iván, que es demasiado joven para ser diputado". Al ver el enroque en la lista nominal, le pregunté al Chato por qué lo había hecho. "Órdenes de Perches", respondió. "Entonces bórrame -le dije-, renuncio a ser candidato. ¡Órdenes mías!"

Para renunciar debía conseguir un sustituto y eso hice al cabo de muchos días buscándolo: el caricaturista y maestro universitario Ramón Ojeda, que había fundado conmigo la revista Ollinmecah y seguía siendo mi amigo (quizá todavía lo sea), rellenó el hueco, y entonces me registré como representante del PRT en el Distrito XL, que abarcaba las delegaciones políticas de Tlahuac, Milpa Alta y una parte de Iztapalapa; tenía mil cien casillas y su padrón electoral era el más grande del país y del mundo, comparable con Baja California Sur, o Morelos, Puebla y Tlaxcala juntos; la sesión de cómputo duró cinco días con sus respectivas noches y un receso de ocho horas de descanso que desaproveché con singular martirologio y vocación de sacrificio para recoger las actas de escrutinio que nuestros representantes generales (retrasados mentales todos) se habían llevado a sus casas, dejándome ridículamente solo en el consejo distrital, donde padecí además un conflicto existencial en aumento cada vez que anotaba: en tal casilla, el PRI obtuvo cien votos, el PRD 60, el PAN 40 y el PRT uno. Aquellos días de esfuerzo físico desgastante, agotador, no apto para cardíacos, también fueron moralmente muy decepcionantes.

Mi mamá y Juan Latapí votaron por mí, según su anécdota, pues mi nombre ya estaba impreso en las boletas cuando renuncié, y el PRI arrasó en el DF con su vergonzoso "carro completo" y su candidata Silvia Pinal en ese distrito al mismo cargo que yo, pero titular y en la tramposa lista plurinominal; quizá Juan Latapí votó por ella y algún día lo confiese...

Durante aquel proceso electoral, insistí mucho en formar una red promotora de solidaridad con Cuba, pero todos me contestaban: "Nomás que pasen las elecciones". Pasadas las elecciones, los mandé al carajo y me dediqué por entero a recuperarme física y moralmente; ese era uno de los reclamos que me hacía Escamilla en el taxi con sorprendente rencor, camino a mi departamento para continuar la borrachera de madrugada, cuando terminamos a golpes. "Eres un solitario", me reprochaba con hiriente saña. Desde allí milita en la Promotora de Solidaridad «Va por Cuba», reducida hoy a un grupúsculo de informales / impuntuales que hacen todo con la mayor mediocridad posible. Mi insistente propuesta se había concretado sin necesidad de que yo formara parte activa. Así que un día me apersoné en la Cámara de Diputados para hablar en corto y extenso con Araceli Burguete, asesora y esposa del entonces diputado Margarito Ruiz; le dije que planeaba regresar al periodismo, ahora de manera independiente, y especializarme en movimientos indígenas, para que ellos fueran mi principal fuente de información y contactos. En cambio, me invitó a integrarme "formalmente" al Consejo Mexicano «500 Años de Resistencia», cuya siguiente asamblea nacional amplió, unas semanas después, su Comisión Coordinadora y renovó totalmente las de Finanzas y Comunicación; en esta última quedé y Equipo Pueblo puso toda su infraestructura al servicio de la Campaña Continental en México. Tiempo después, el director de Equipo Pueblo, Elio Villaseñor, fue el primer delegado del PRD en Iztapalapa, luego de contender bajo la figura estatutaria de candidato externo. También en Equipo Pueblo trabajaba una mujer muy joven, menuda y discretísima, que me atraía físicamente, pero me parecía que políticamente estaba demasiado verde (quizá, modestia aparte, yo era comparativamente bastante colmilludo); ella era militante de la UPREZ y coincidimos después en Chiapas con el levantamiento zapatista y en el siguiente proceso electoral, esta vez a favor del PRD, en el mismo Distrito XL, que no solo seguía siendo un monstruo de magnitud aberrante, sino que había aumentado de mil cien a mil 200 casillas. El nombre de la chava con sonrisa dulce y candorosa mirada: Clara Brugada.

La primera asamblea nacional del Consejo Mexicano «500 Años de Resistencia», a la que asistí, fue también ocasión de conocer al periodista Francisco Cabrera Huerta (nada qué ver con Francisco Huerta), quien coordinaba una sección semanal del diario El Día dedicada a los movimientos indígenas. Al calor de la Campaña «500 Años de Resistencia», la sección autónoma de una plana llegó a tener dos y, años después, se mudó al periódico regional de Puebla-Tlaxcala llamado Síntesis, antes de convertirse en "despacho de información indígena" (algo parecido a una agencia de prensa), siempre con el nombre de Tequio; además de hacerme su principal colaborador, Paco Cabrera llegó a ser un amigo entrañable y valiente aliado en la denuncia pública de la deshonestidad, viniera de donde viniera. Poco a poco, fui descubriendo el desprestigio de Araceli Burguete y su marido, "el diputado indio", así como las causas de ese desprestigio, que también descubrió Hermann Bellinghausen y les dedicó en La Jornada su respectivo escrache... con un pequeño atraso de quince años.

Como colaborador de Tequio, lo primero que hice fue cubrir la marcha Xi'Nich, trabajo con el cual consolidé la amistad del Centro Vitoria y la del Pro, que se convirtieron a su vez en fuentes inagotables de información, personalmente Balbina por un lado y Aurora por el otro. Xi'Nich fue para mí la punta de una hebra que ponía sucesivamente al descubierto la violación masiva de los derechos humanos en Chiapas (aunque también denuncié, antes que nadie, el proyecto privatizador del Tepozteco, pero nunca se me ocurrió buscar un premio por eso). Contar con la tribuna de Tequio y coordinar la participación del Consejo Mexicano «500 Años de Resistencia», tanto en el programa Del campo y la ciudad, de Radio Educación, como en muchos otros foros, me permitían hacer lo que yo quería: periodismo militante... Hasta que un día, el sátrapa Latrocinio González, entonces gobernador de Chiapas, llamó por teléfono a Socorro Díaz, entonces directora general de El Día, y le dijo textualmente: "No quiero ver en ese periódico ni una nota más contra mí; esto ya parece una campaña", y Socorro Díaz llamó a Cabrera Huerta para transmitir esas palabras, que él a su vez me transmitió en un restaurante de comida china. Jesús Ramírez Cuevas, por su parte, me dijo que Latrocinio era sumamente rencoroso y vengativo, como para que yo supiera de quién desconfiar si acababa en la cárcel, el hospital o una caja; para frustración del conejo, no acabé en la cárcel ni el hospital ni en una caja, pues el sátrapa estaba demasiado ocupado en una campaña de exterminio que El Chupacabras premió, nombrándolo secretario de Gobernación, y éste premió desde luego a Socorro Díaz, nombrándola subsecretaria, o sea, prácticamente su brazo derecho.

Lo que sigue es una versión no confirmada, pero ampliamente difundida como secreto a voces en Chiapas y, sobre todo, en Tuxtla Gutiérrez: Latrocinio tenía ese apodo y el de sátrapa, además de El Mampo y El Choto, porque organizaba fiestas privadas que culminaban en orgías homosexuales, a las cuales asistía un periodista que tomó fotos y/o video de todos en acción y trató de extorsionar al festejado, quien respondió asesinando uno por uno a los que habían participado en sus encerronas. En eso estaba cuando El Chupacabras lo llamó para que, en vez de gastar su fuego en infiernitos y granjearse un quinto apodo (El Mataputos), asumiera el exterminio de cardenistas y zapatistas.

Ahora Socorro Díaz y el conejo forman parte del círculo más cercano a López Obrador, como Rosario Ibarra, por desgracia.

También por desgracia, no aprendí la lección de 1991 y, después de cubrir el levantamiento zapatista para Voz Pública y la revista Motivos, entre otros medios, me integré a la alianza electoral que apoyaba ilusoriamente a Cárdenas y al PRD; empecé como capacitador de representantes de casillas y terminé como representante distrital suplente, mientras el titular tranzaba por debajo de la mesa con los consejeros y representantes de los demás partidos, y el candidato a diputado por ese distrito, un personaje cavernario, usaba el dinero de la campaña para remodelar las oficinas de su "organización social"; dos días antes de las elecciones, asqueado hasta la náusea y el vómito, renuncié a mi cargo simbólico para llamar la atención del comité de campaña a lo que debíamos corregir porque estaba mal y era todo. Clara Brugada se había apersonado en la asamblea ese día para un asunto específico y estaba por irse cuando la alcancé en la oficina donde hacía una escala. "¿No puedes quedarte media hora más?", le pregunté. "¿Se va poner bueno?", preguntó a su vez; le contesté que sí y quiso saber qué iba yo a decir. "Voy a renunciar", le dije. "¡No puedes renunciar!", exclamó. "Sí puedo", respondí; "quédate a verlo". Clarita, como la llamaban, aceptó quedarse; yo renuncié y ella se fue sin decir palabra, con su discreción característica. Ignoro cómo haya interpretado mi renuncia, pero después me enteré de que el candidato a asambleísta esparció la especie de que yo había causado una crisis al interior del PRD local y su pretendida alianza con la sociedad civil unas horas antes de las elecciones porque era un "infiltrado de Gobernación"; ese candidato era Francisco Martínez Rojo y, pasadas las elecciones, se gastó el dinero que le sobraba de la campaña, o al menos una parte, en Jony Woker; al calor del cariñoso wisky, me confesó a bocajarro su delirante sospecha en un intento no menos absurdo y hasta demencial de volver a la confianza y llegar inclusive a la amistad. "¡Qué pendejo eres!", le dije. Y qué pendejos fueron todos los que se dejaron llevar por esa finta, pues ni entre todos se hizo uno con la visión política del presunto "infiltrado"... por el EZLN, en todo caso.

Yo sabía que mi renuncia sería un acto kamikaze, al cancelar definitivamente cualquier pretensión futura de hacer carrera política en las filas del PRD, o sea, lo que menos me interesaba en adelante. Cuando sacudí al comité de campaña con iracundia telúrica, la mujer con quien dormía dio un salto acrobático de mi cama a la del candidato a asambleísta suplente, con el que despertó al día siguiente y terminó haciendo vida conyugal, no sin antes visitarme por última vez. "Tengo algo qué decirte", anunció. "Primero lava los trastes -contesté- y después a ver si estoy de humor para escucharte". Ella lavó los trastes humillada, con un nudo en la garganta y, cuando acabó, me dijo a quemarropa: "Rojo ya no confía en ti".

-¡Qué pena! -exclamé- ¿También te acuestas con él? Ahora lava el baño.

Ella se fue sin despedir y supongo que, una vez afuera, rompió la fuente del llanto.

"Si aquí no pasa nada, me largo a Chiapas", prometí y, como no pasó nada, cumplí mi promesa; en el camino leí ávidamente varios números atrasados de La Jornada y, entre la abundante información, una sola noticia me impactó lo suficiente para recordarla quince años después, al escribir estas líneas: que alguien, quizás esbirro del gobierno, había incendiado la casa de Clara Brugada. Quizás así, a sangre y fuego, le quitaron lo ingenua, o quizá nunca lo fue y siempre interpreté su discreción equivocadamente. Vayan ustedes a saber... Ahora que gobierna la delegación política más grande y conflictiva del DF, que es la ciudad más grande y conflictiva del mundo, espero no confirmar nunca mi cálculo de que esa mujer tiene más carisma que talento.

Lo seguro es que Martínez Rojo llegó a ser delegado en Tlahuac y, durante una asamblea comunitaria con López Obrador, un aliado mío, que produce video independiente y se llama Marco Antonio Lemus, tomó la palabra y, con los pelos en la mano y mucho huevos, lo culpó del asesinato de unos niños; López Obrador hizo entonces una broma que resultó premonitoriamente desafortunada: "Ya te quemaron", le dijo a Martínez Rojo con un codazo. Ahora el acusado está en la cárcel por "el caso Bejarano"; el de los niños asesinados en Tlahuac sigue impune, como el de los que murieron en llamas hace medio año y los que sobrevivieron al infierno de la Guardería ABC en Hermosillo, el de los niños desaparecidos en CAIFAC (Monterrey) y Casitas del Sol (DF) y el de los niños violados, torturados y videograbados en Oaxaca. Por lo visto, en esta desgracia de país, ser niño es una desgracia más.

(Continuará...)

[] Iván Rincón 8:07 PM

Diciembre 5 de 2009

A seis meses de la tragedia en Hermosillo, Sonora, que asesinó a 49 niños y niñas menores de cuatro años y marcó de por vida el cuerpo y la mente de muchos más, la cólera me sigue y persigue como la soledad, me invade y desborda, me obsesiona y desvela... Todos en este país de pacotilla hemos pagado el costo humano de aquel infierno; todos, con excepción de sus causantes, autores materiales o intelectuales de genocidio; todos, insisto, menos los responsables, directos o indirectos, por negligencia criminal o algún lazo en la red, igualmente criminal, que es el tráfico de influencias, la complicidad como sistema que hace posible tanta impunidad; impunidad que se ríe del llanto, que goza con el dolor ajeno, impunidad que siempre gana, pierda quien pierda y tenga la magnitud que tenga nuestra pérdida. Esta ocasión me recuerda la felicidad navideña de 1997, aquel invierno trágico llamado por Samuel Ruiz "la navidad más triste de nuestras vidas", cuando la masacre de Acteal fue motivo de festejo, de brindis a la salud de la muerte por los genocidas paramilitares, sus patrocinadores del ejército federal y todas las corporaciones de policía, incluida la banda paramilitar más grande que hay en México y se llama Policía Federal Preventiva y es una horda vandálica de violadores; en el palacio de gobierno hubo intercambio de regalos y abrazos, y muchas risas, mientras una mujer inundaba de lágrimas la plaza catedral en San Cristóbal de Las Casas. Hasta en Radio Educación estaban jubilosos por las fiestas decembrinas y Paco Huerta se puso espléndido con una acreditación por seis meses como "colaborador" de Voz Pública y la fabulosa cantidad de 600 pesos por mis colaboraciones más recientes, mientras yo estaba que me llevaba la chingada porque no había salidas a Chiapas en esos días. Cuando finalmente llegué a vivir en carne propia la pesadilla de Chenalhó, resultó que el generoso cheque de Paco Huerta no tenía firma... La navidad de aquel año en Los Altos fríos de Chiapas no era más que tristeza en abundancia, miseria y sufrimiento a la intemperie, tensión y trauma desoladoras. Las cuatro noches que pasé en Polhó amanecieron con la noticia de un bebé muerto que ya habían enterrado; sus madres no tuvieron más leche con qué alimentarlos. Una mujer del campamento civil encontró a varios niños escondidos en una cueva con su madre, que no podía salir porque el frío había entumido sus piernas y fue necesario rompérselas. "De puro espanto es la parálisis de tu pueblo", me escribió alguien en Facebook desde el otro extremo del continente con un tino estrujante. Alguien más, entre las voces de profunda indignación que se han alzado por la tragedia en Hermosillo, atinó a señalar que las únicas leyes que se hacen valer en México son la ley de la gravedad y la de Herodes; no recuerdo si mencionó también la del embudo, que para efectos de impunidad es lo mismo, y de ahí que Alejandra Guzmán obtuviera por sus nalgas estropeadas la justicia que los padres y las madres de los niños y las niñas calcinad@s el pasado 5 de junio reclaman todavía. Mientras estas familias demandaban que la Suprema Corte de Justicia de la Nación atrajera su caso, los ministros se iban de vacaciones y, al regresar, exoneraban a los autores materiales de la masacre de Acteal. ¿Será posible algo peor, algo más aberrante y abyecto?

A seis meses del infierno en Hermosillo, sigue ardiendo la sangre, al menos en mis venas, en esta herida abierta de la que mana incontenible una cólera incendiaria. Todos en el país de no pasa nada hemos pagado el precio de que así sea; todos, cabe reiterar, salvo los genocidas y sus cómplices. El imperio de la impunidad causa delirios. Al cerrar los ojos encuentro al chacal Ulises Ruiz gritando: "¡Quiero muerto a ese cabrón!" Al abrirlos, El Precioso y Kamel Nacif brindan con "una botella de coñac dispuesta a lo que quieras, porque tú eres el héroe de esta película, papá". Vuelvo a cerrarlos y veo en las tinieblas al chacal Miguel Nassar Haro con un martillo y una caja de clavos, quebrando todas las articulaciones de un joven atado a una silla. Al abrirlos, Felipe el espurio lo condecora y guiña con Elba Esther Gordillo, que "enseña" impúdicamente una lengua reptiliana...

(Continuará...)

[] Iván Rincón 8:35 PM

Diciembre 2 de 2009

En marzo de 2003 recibí la llamada telefónica de una mujer encantadora y vital, de cálida voz y acento norteño, contrastante con la mayoría de la gente insípida y plana que trato cotidianamente. "¿Señor Rincón? Buenas noches. Llamo de parte de Rosario Ibarra, soy su hija y ella quiere comunicarse con usted, pero su teléfono está ocupado todo el tiempo y me pide que marque desde aquí para que la operadora le diga que por favor cuelgue". En plena organización del primer concierto maratónico frente a la embajada gringa, yo había desocupado el teléfono por un momento, así que no fue necesaria la intervención de la operadora; había sido en vano llamar del Distrito Federal a Monterrey y de Monterrey al Distrito Federal. Ni modo... Este curioso triángulo comunicacional era de recurrencia trotskista, o sea, doblemente curioso, y yo lo conocía desde que fundamos el Frente Electoral Socialista en 1991. Llamé pues ipso facto a Rosario Ibarra que, rebosante de ímpetu y energía como siempre, justificó de entrada su gasto en llamadas de larga distancia: "Cuando hay que hablar con alguien porque se trata de algo importante, se puede, cueste lo que cueste, ¡qué caray!" Y de ahí pasó efusivamente a decirme cariño, corazón, querido, ¡mi amor! Híjole. Confieso que, además de halagarme, tanta efusividad me incomodó un poco, pero lo disimulé, al menos lo intenté, y acordamos su adhesión personal y la del Comité Eureka al pronunciamiento que yo había redactado contra la barbarie imperialista en Medio Oriente. No era la primera vez que Rosario Ibarra suscribía una iniciativa mía; lo había hecho desde 1988, cuando El Chupacabras inventó la Dirección de Inteligencia y designó a Miguel Nassar Haro como titular. En aquel entonces logramos la desaparición de esa dependencia y el regreso del criminal personaje que debía estar en la cárcel a la vida privada, aunque la imbecilidad sin límites de La Jornada cabeceó nuestra carta como "apoyo a Teresa Jardí". ¡Carajo! Desde entonces padecí durante más de veinte años la estúpida soberbia y la soberbia mezquindad de La Jornada, pero siempre conté con la firma de Rosario Ibarra, que además me devolvía la llamada (hasta que el número telefónico de su casa pasó a ser el de una compañía financiera de nombre buena onda: Te Creemos).

-Has de pensar que soy una confianzuda por hablarte así, pero después de tantos años, aunque ya estoy viejita, espero que tú también lo hagas.

-No solo nos conocemos desde hace años, sino que seguimos siendo compañeros de lucha y eso, para mí, es más importante.

Un sexenio después de que se apersonara en el tercer concierto maratónico frente a la embajada gringa, nos saludamos con la familiaridad de siempre, ahora frente a la representación del gobierno de Sonora en el Distrito Federal y, salvo porque tengo menos pelo en la cabeza y ella más arrugas en la cara, parecía que la relación no había cambiado; me dio gusto confirmar que es una mujer incombustible, enérgica y energética, pletórica de vitalidad y coraje, como quisiéramos ser algunos comparativamente jóvenes. Hablamos hasta donde nos permitía la ocasión (es decir, muy poco) sobre los desaparecidos políticos en México a partir de una idea mía y acordamos continuar la charla en extenso. Me dio un número de teléfono en el Senado porque no recordaba su dirección electrónica ni su agenda para los próximos días. "Tengo diez asistentes", dijo con orgullo provinciano. "Voy a decirles que vas a llamar para que te digan cuándo nos vemos allí". Ese día era sábado 4 de julio, así que llamé el lunes siguiente en la tarde y contestó una mujer de neuronas sumamente escasas, cuyo nombre ignoro deliberadamente. Por instinto, percibo de inmediato cuando alguien asume la ignominiosa labor de hacer inaccesible a otra persona, labor que le otorga un miserable poder porque, no obstante su demás miseria, tiene acceso a quien otros no. Con el fin primigenio de impedir que yo hablara por teléfono con Rosario Ibarra, su asistente o lo que sea sugirió que llamara al día siguiente porque la señora se apersona en las mañanas regularmente unas dos horas, nada más. "¿A qué horas?", pregunté. "Como a las diez", contestó la asistente o lo que sea. "¿A esa hora llega o se va?", pregunté de nuevo. "¡Ay, señor!", exclamó la mujer. "Yo no le puedo decir a qué horas llega y si va estar aquí dos horas o más". Este intercambio es textual y terminó además con las palabras "señor delegado" ¡Sic! La pendeja (perdón por escribir este adjetivo... con minúsculas) creyó que yo era representante del gobierno de Sonora en el Distrito Federal.

En la primera de las incontables llamadas que hice al mismo número, porque siempre me negaron uno directo, pedí la dirección electrónica de Rosario Ibarra; le envié los pronunciamientos públicos sobre la tragedia del 5 de junio en Hermosillo y sobre la Cineteca Nacional; llamé para preguntar si ya los había leído y si contábamos con su firma o no. Contestó entonces otra mujer, prepotente y soberbia, y me sugirió que llamara al día siguiente, como siempre. Para evitar más pérdida de tiempo, le propuse que me respondieran por correo electrónico. "¡No!", espetó la asistente o lo que sea. "Nosotros no confiamos en eso". Textual. Nomás le faltó agregar: "Somos tan chingones que desconfiamos de la modernidad". Si el equipo de Rosario Ibarra no está mínimamente a la altura del tiempo que vivimos -reflexioné- y ella preside la Comisión de Derechos Humanos en el Senado de la República, esa Comisión en particular y el Senado en general han de ser un obstáculo para la República. Después de muchas llamadas más, obtuve por respuesta que la senadora "nunca firma nada que no haya escrito ella". Unos diez textos escritos por mí y firmados por ella han de ser entonces mitos geniales. Como corolario de la pequeñez burocrática, inversamente proporcional al tamaño de la estupidez prepotente y soberbia, inflamada cual papada grotesca de sapo, al cabo de tres semanas de llamar todos los días hábiles (habilidad habitual a ser filtro abyecto y disfuncional), la mujer de neuronas sumamente escasas preguntó mi nombre tres veces consecutivas, como dopada, como embrutecida su mente débil por alguna droga demasiado fuerte para ella, y en seguida salió con que Rosario Ibarra no conocía a nadie llamado Iván Rincón (obviamente, si no podía transmitir un nombre dicho a su oído durante tres semanas, procedía decidir que la destinataria no lo conocía). La honestidad requiere de un mínimo de capacidad mental que la gente frecuentemente no alcanza ni se entera y le interesa un carajo. "Estoy seguro de que si ella -le dije a su asistente o lo que sea- me contestara, no sería necesario decir mi nombre más de una vez".

En un ejercicio de tolerancia autodenigrante, aporté suficientes referencias como para que una memoria muerta reviviera; rebasé mis propios límites, dando currículum y hasta biografía, pero todo era inútil, cualquier esfuerzo mío, por grande que fuera, estaba destinado al fracaso. En uno de los momentos más representativos del ínfimo nivel al que estaba condenada la interlocución, me remití al Frente Electoral Socialista, cuando postulamos a Rosario Ibarra como candidata al Senado por el Distrito Federal. "Rosario fue candidata a la Presidencia dos veces y diputada; yo fui su suplente", presumió la necia. "La conozco desde hace treinta años y sé su trayectoria".

-¿Y no sabe que fue también candidata dos veces a senadora? -pregunté.

-No, esta es la primera vez -contestó la necia.

-Es senadora por primera vez, pero antes fue candidata dos veces.

-Ah, pero cuando usted dice no llegó.

-Dije que fue candidata...

Nefasto episodio, como pesadilla que urge olvidar, más que desahogar aquí (así sea en resumen, por consideración a los lectores, inclusive a los masoquistas). Cuando el contrincante es de nivel muy inferior, tanto en un combate de karate como en una partida de ajedrez, quizá logre subir un poco, pero el otro siempre baja, desciende, se degrada, empequeñece. Lo mismo ocurre en las pláticas o discusiones, o intercambios verbales que no alcanzan la categoría de pláticas o discusiones, con gente infrahumana, descerebrada y deshonesta por condición, que infesta los círculos políticos, los ámbitos del poder... A estas alturas de la vida, ya no debería sorprenderme, por ejemplo, que una diputada nunca jamás haya leído un libro, que para eso sean los asesores y resulten muchas veces (demasiadas siempre) la misma basura, la misma bazofia, la misma basca.

El tedio que han de padecer los lectores de este blog no es ni la décima parte del mío, pero el tiempo que perdí es el mismo que perdieron las mujeres que padecí, con la diferencia de que ellas lo repartieron, compartieron la pérdida, que para ellas no lo es, porque les pagan... Ignoro cuánto les paguen, pero lo que sea es mucho. Ignoro también qué ha hecho la Comisión de Derechos Humanos en el Senado de la República por la presentación de los desaparecidos políticos en México y la pena que merecen los autores de crímenes como el genocidio y la desaparición forzada de personas, pero después de tratar con la gente que traté y de buscar información como el obseso insomne que soy, sospecho que vende su tácita complicidad. Si Rosario Ibarra tuviera todavía un ápice de vergüenza, por más mierda que la inunde, sacaría la cara y se comunicaría conmigo por escrito, vía correo electrónico, porque es más fácil actualizarse técnicamente a cualquier edad que asimilarse al sistema social, su régimen político y su aparato perjudicial, después de una vida luchando, en un país donde el poder, sea legislativo, ejecutivo, fáctico, económico, formal, delincuencial... está podrido y pudre todo lo que toca. Los árboles mueren de pie, como vivieron, y también las mujeres y los hombres que se dan por entero, porque son de una pieza, en la pelea difícil y desigual, que por momentos parece imposible de ganar, contra los peores enemigos de la humanidad, que siguen impunes, al amparo del descarado secuestro del país por una mafia de parásitos apátridas, que no serían nada sin las fuerzas armadas y la pasividad de la sociedad civil.

"Cuando hay que hablar con alguien porque se trata de algo importante, se puede, cueste lo que cueste, ¡qué caray!" ¿Te cae? Quizá dejé de querer entonces desde que la escasez neuronal me hizo ver por qué yo tampoco tengo patria...

[] Iván Rincón 11:33 PM

Noviembre 28 de 2009

I

Yo practicaba karate en la oscuridad a las nueve de la noche, camuflado entre las sombras sobrepuestas de los árboles. Ella sondeaba la penumbra, la tenue luz de los faroles y el reflejo de la luna filtrada por el ramaje y el cableado eléctrico, mientras se hacía una cola de caballo con su cabello; vestía mallones negros, y un pequeño morral pendía sobre su cadera. Al llegar el turno de mis abdominales, caminé unos segundos a sus espaldas y portentosos glúteos y muslos; ella volteó instintivamente y yo fingí indiferencia; hice veinte escuadras consecutivas que suelo hacer de diez en diez, como si esta vez las hormonas me hubieran estimulado; ella también fingió indiferencia y se arremangó los mallones, dejando al descubierto unas pantorrillas musculosas de tamaño proporcional al resto de su cuerpo; subió por un tubo hasta lo más alto como quien trepa una palmera para arrancar cocos y su espectáculo resultó indescriptiblemente cachondo, anatómicamente inquietante. Calculé que tendría la mitad de mi edad y por lo menos cinco centímetros más de estatura. Es quizá lo mejor que podría ocurrir en este momento de mi vida, pensé, pero en seguida volví a la soledad resignada; saqué del carro unos chacos negros de esponja tatuada con dragones dorados y, en el camino de regreso a las sombras de los árboles, una desinhibida voz gritó: "¡Yo hago kendo!". La continuación de este relato ya es canción: Y nos dieron las diez y las once, las doce y la una y las dos y las tres...

II

Llegué al parque de Copilco a mitad de la noche; guardé la llave del carro en la bolsa de la calceta y percibí una fétida presencia. "Vámonos de aquí", dijo mi otro yo y, al voltear, me encontré con mi propia sombra y un perro de raza peluda y enana, evidentemente sucio. Me alejé del gimnasio de metal con piso de cemento al aire libre sin respirar por el pasillo que surca el pasto bajo los árboles. Mi sombra caminó en silencio detrás mío y atrás de ella el hediondo perrito; mi sombra lo ignoró o, como quien dice, le hizo el feo, hasta que la otredad, quizá más inteligente que instintiva, se apartó de nosotros, dejando un rastro postrero de su pútrido tufo. "Se me hace que eres tú", le dije a mi sombra y me acerqué a olerla mientras ella movía la cola entusiasmada; entonces advertí que no tenía olor y la pestilencia canina se dispersaba. Comencé mi ejercicio, y mi sombra se echó al pasto, en donde parecía dormir o dormitar, pero cuando llegué a la rutina de saltos, se emocionó y echó encima de mí, ensuciándome de lodo. "No, no hagas eso", le dije, señalando su cara con el dedo en un tono de autoridad amenazante y, en cuanto le di la espalda, me mordió una nalga. "¡Cálmate!", grité al girar de tal modo que mi sombra presintió una patada que yo todavía ni siquiera pensaba y se alejó varios metros en un segundo. Continué mi ejercicio hasta que vi a mi sombra jugando con la botella de agua que yo había dejado lo más alto posible para que no estuviera al alcance de los perros. "Pinche sombra", pensé, y la llamé con un aplauso; ella corrió hacia mí y dejó a mis pies la botella de agua. "Mira cómo la dejaste", reproché. "¿No te da pena?" Y mi sombra ladró por primera vez desde que llegué. "Eres una sombra muy sucia", le dije, y me respondió con una mordida en el muslo. "Ah, te gusta jugar sucio", comenté, y mi sombra se echó encima de mí por segunda vez, embadurnándome de lodo. "Qué sucia eres", le dije. "Vete a jugar por allá", y sorprendentemente obedeció... Cuando regresé al coche para irme, lo hizo también mi sombra; parecía pedirme que la llevara conmigo, pero en donde vivo no hay espacio para una sombra más, así que la dejé allí, un poco triste.

[] Iván Rincón 9:38 PM

Noviembre 19 de 2009

23:00

Al bajar, me encuentro en las escaleras con el desadministrador del edificio y su hermana. "Ya te demandé", le digo. "Ah, ¿sí?", pregunta. "Sí, por quitarme el agua", respondo. "Ah, ¿sí?", vuelve a preguntar. "Sí, y por dejar basura en mi puerta", agrego. "Ah, ¿sí?", pregunta de nuevo. "Sí, y si me siguen chingando les voy a romper la madre a los dos", remato. "Ah, ¿sí?", pregunta por cuarta vez. "Pues yo te la voy a romper a ti", fanfarronea. "A ver, pendejo, quiero ver que lo intentes", le digo dando un paso hacia él, sin dejar más distancia que la indispensable para impulsar un cabezazo en la cara o un rodillazo en los bajos. "No tengas miedo", le dice a su hermana, una bestia abominable. "No te espantes". Y la empuja hacia mí. Ella pasa a mi lado y murmura: "Si tanto le molesta vivir aquí, ¿por qué no se cambia?"

-¿Por qué no se van los dos a chingar a su madre? -pregunto a mi vez-. ¿Por qué no chingan mejor a su madre? ¿No tienen? Yo me quedo y ustedes se van a la chingada. ¿A dónde prefieren que los mande? ¿A la cárcel o al hospital?

-¿Qué quieres? -pregunta él.

-Aplastarte la cara, cucaracha -respondo sin levantar la voz para no alertar a otros vecinos.

El monigote palidece y usa como escudo infrahumano al adefesio. "No le hagas caso", le dice...

Creo que debería darle, por lo menos, un empujoncito, para verlo rodar por las escaleras, pienso, pero nomás lo pienso y me contengo.

23:30

Escucho unos pasos detrás de mí y volteo. Un policía preventivo se aproxima entre las sombras del parque, ametralladora en mano. "¿Qué haciendo?", pregunta. "Ejercicio", contesto. "¿Me enseña una identificación, de favor?", vuelve a preguntar. "No", contesto de nuevo. "¿Por qué no?", pregunta otra vez. "Porque está en el carro", contesto a mi vez.

-¿Dónde está su carro?

-Ahí...

El policía observa el coche y yo su ametralladora. "¿Qué es eso?", pregunto. "Un arma", responde.

-¡Ya sé que es un arma! ¿Pero qué... es una ametralladora?

-Algo así.

¿Qué, estamos en guerra?, pienso, pero nomás lo pienso y me contengo.

-Sólo tenga cuidado -me aconseja el guardián del orden, dirigiéndose a su puesto de combate.

01.45

De regreso a donde "vivo", por llamar así a lo que hago cotidianamente, encuentro un mensaje del desadministrador del edificio pegado con cinta adhesiva en la pared de cada piso. Con puras mayúsculas subrayadas y una sintaxis garrafal, el texto puede resumirse así: "Me dijo mariquita y ya no le voy a prestar mis muñecas".

Vaya noche, comenta mi otro yo, y una suerte aleatoria de la memoria me recuerda la frase de una niña en El Correo Ilustrado: "Piensa, Bush, nomás te estoy mirando".

[] Iván Rincón 9:14 PM

Noviembre 2 de 2009

Delirio insomne

I

No atendí a la canción de la calle porque era un bodrio repetitivo, enajenante... pero el mundanal ruido que hago en mi departamento para ventilarlo y "purificarlo" parecía contener el estribillo del estribillo, ritornelo del ritornelo: "Y amándote, y amándote, y amándote". Obviamente, yo pensaba en otra cosa, pero el eco perdido, fundido y confundido en el aire saturado no cesaba: "Llamándote, llamándote, llamándote". Había que tolerar por más tiempo el pandemonio para repeler la pestilencia, una contaminación contra otra, mientras la imaginación trocaba en obsesión el aturdimiento, lo dibujaba, le daba color y relieve, lo esculpía y ponía en movimiento. Un yo vampírico cerraba los ojos y tocaba su frente, "llamándote, llamándote, llamándote". Ahora piensa en mí, ahora no pienses y solo ven a mí. Acude a este llamado, este de mi deseo, este de tu sangre. Déjate llevar y seducir por mi poder telepático. La telepatía requiere de una profunda concentración, que es lo más lejano entre tanta agresión como para anular la sensibilidad del menos aguzado. "Llamando té, llamando té, llamando té". No es casual que sean canciones de ofensiva simpleza las que lleguen a la mente cuando el entorno es opresivo y estresante y le impide pensar, no digamos crear; la capacidad imaginativa degenera, quizá como defensa instintiva de la reducción; quizá la monotonía es un precarísimo recurso de la memoria, como tabla de náufrago... ¡Basta ya de hostilidad que de tan cotidiana termina siendo normal! ¡Basta de invadir mi soledad! En la desesperada búsqueda, urgente y emergente, del silencio que no existe, una voz siguió "llamándote y amándote y llamando té". Logré conciliar el sueño a las cinco de la mañana, como siempre, sin llamar a nadie, sin amar a nadie y sin té; mi cerebro no produce melatonina suficiente para dormir de noche; necesito además tapones para los oídos y una máscara antigás...

II

Quisiera enterrarte una vez más, que seas palabra escrita en la arena de la playa, grito en los médanos del desierto, mensaje borrado y barrido por el viento, esparcido por el aire; quisiera abandonarte al pie de la eternidad, en las tinieblas de la memoria, donde yace la tragedia convertida en mentira, enmascarada, mimetizada con todo y, sobre todo, nada... tu recuerdo sepultado sin lápida ni cruz, carcomido "por la voracidad implacable del olvido", aplastado por el paso de las horas y los años, confundido con el rumor de las olas y el naufragio de barcos fantasmas. Que así sea, "fea como la soledad de los enfermos".

No era verdad que la bruja se vistiera de rosa, ni que el payaso borracho durmiera la mona. El viejo del costal no buscaba golondrinas en la esquina, sino a los niños que mataron a pedradas a su gato para arrancarles ojo por ojo y diente por diente, como ellos arrancaron de raíz las alas de su propia inocencia y quemaron vivo al sueño de vivir el sueño de vivir... La bruja no era bruja, sino travesti, y el payaso borracho camina dando tumbos por las calles del Desierto de los Leones, en donde no hay desierto ni leones, y sus lágrimas no son de cocodrilo ni de plañidera, sino de replicante; llora, gime, balbuce y balbucea; farfulla que todo es culpa de los judíos, que los gringos le robaron la idea, que los demandará por plagio. Que así sea.

III

A unas cuadras de mi destino, enfrascado en un embotellamiento exasperante que me había retrasado hasta entonces más de media hora, miré por el espejo retrovisor en el instante que la pareja del coche de atrás se abrazaba candorosamente y una de ellas besaba los ojos de la otra y la otra acariciaba el cabello de ella. Muy jóvenes, una morena y delgada, la otra blanca y un poco robusta, no dejaban de tocarse y sonreír, y confirmaban en la práctica mi teoría de que las mujeres bellas, cuando se aman, suman y multiplican su belleza. Los carros avanzaban unos metros y la pareja se separaba, pero una seguía acariciando la mejilla de la otra y la otra parecía acariciar con su mejilla la mano de ella. El tráfico se detenía por completo y las mujeres volvían a abrazarse. La lentitud vehicular me permitió verlas casi permanentemente. En algún momento (el mejor, para mi gusto) se besaron en la boca, interrumpieron el beso para decirse algo que les hizo reír y siguieron besándose. Por lo visto, no les importaba el tráfico ni les afectaba el ruido de los cláxones; su mundo estaba dentro del carro, feliz y enamorado, reducido al contacto recíproco entre ellas y nadie más. El exterior caminaba a paso de rueda y yo me dejaba contagiar por la energía relajante de los arrumacos, los besos, las caricias, los abrazos, las miradas que también son caricias... ¿Cuál es la prisa? El mundo tiene cosas buenas, a pesar de todo.

IV

Y fueron felices hasta ese instante.

V

He ahí mi obra, mi creación. He ahí el resultado terminal de noches enteras en vela, pensando qué escribir. Después de navegar a la deriva en las tórridas aguas de la imaginación, mi búsqueda llegó a buen puerto. Amainó la tormenta y conocí la claridad al nacer esta historia de amor apasionado, ardiente, delirante. Con la satisfacción de ver traducido mi empeño en algo acabado, por fin podré dormir. También yo estoy acabado, pero recuperaré la vitalidad con el sueño... el sueño de un lugar en ninguna parte.

[] Iván Rincón 3:50 PM